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Crítica: "Más que nunca", por Javier Collantes

Los títulos de las películas nos pueden dar una idea, seducirnos, hacernos imaginar, atraernos por su entonación, llegar a nuestra mente. Esto y más es un reflejo subjetivo, pero efectivo en el cerebro del espectador cinematográfico, porque el cine, en todas sus vertientes, logra sorprender, ir más allá encontrando la relación, la apariencia, la sugerencia... Desde este punto de partida nos encontramos con Más que nunca, película dirigida por Emily Atef que, a partir de su experiencia personal y familiar, nos relata, con un argumento directo e intenso, una ilustración liberadora sobre la vida, la enfermedad y la muerte, un film que pudiera dar lugar a la polémica y al (des)acuerdo. Una situación, una decisión, y el engranaje de una pregunta: ¿Qué harías si te quedara un tiempo determinado para morir?


Pregunta con muchas respuestas, o no. Más que nunca presenta un valor superior desde esta perspectiva reflexiva y su relato narrativo en torno a ésta que en lo estrictamente cinematográfico. Se ve, se siente y luego se analiza, es el cine, y, en esta ocasión, prevalece la humanidad en todos sus sentidos. De modo sencillo en su puesta en escena, con una fotografía y una banda sonora que permanecen en un plano secundario sin destacar pero cumpliendo su propósito, Más que nunca nos habla de una mujer llamada Heléne, de 33 años, que vive feliz con su pareja, hasta que un día su vida cambia a raíz de una enfermedad rara en los pulmones. Como consecuencia de la misma, toma la decisión de viajar a Noruega, seguir su instinto y tomar otro rumbo vital.


Con tono sobrio y la soledad a la espera de la muerte, la película se centra en esta persona, en la (in)comprensión de su pareja, en el paisaje y la luz de los fiordos, en los silencios del sufrimiento y de la fuerza vital, en los preparativos para el viaje de partida... Más que nunca, en base a estos elementos y su manera de narrar la historia, se postula como un canto al amor, que conmueve sin caer en la lágrima fácil para enfatizar alrededor del sentido de la vida y la muerte, con un trabajo interpretativo excepcional de Vicky Krieps y Gaspard Ulliel, una transformación liberadora para poder 'marchar' bien, la empatía más extrema que queda retratada en un film aceptable en el que, sin lugar a dudas, pervive y sobrevuela la sensación última de que la reflexión más sentida es que todo es efímero.