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Crítica: "Mi crimen", por Javier Collantes

La recreación del teatro en el mundo cinematográfico, el ser o estar entre imagen y escenario, una manera tan universal, desde el punto de vista teatral-fílmico, resulta una cuestión de gustos, formas, estilos... una posición interesante con las cúspides de unos lenguajes diferentes. Mi crimen, film dirigido por el prestigioso François Ozon, adapta, a punta de cámara, una obra teatral de 1934 firmada por Louis Verneuil y Geores Berr, una película suave y plausible. A modo de vodevil, y homenajeando al cine clásico de comedias e historias llenas del cine mudo, Ozon construye su particular tono 'screwball', reforzado por una lectura actual, cine rápido, a modo de sátira, con instantes surrealistas y humorísticos.


Francia, 1935. Un asesinato de un banquero de París, un investigador, unos sospechosos, una curiosa mujer con deseos de fama y dinero, apariciones varias, entre una obra teatral, el cine y la curiosidad de quién es el causante del crimen. Así, desde el abuso sexual, el feminismo, y un cierto punto excéntrico, ligero pero con un fondo de lucha, la puesta en escena y la ambientación de la película consiguen ensalzar al propio argumento, un film descolocado con instantes irregulares cuyas tramas, por momentos, no funcionan.


Su mejor baza, al margen de sus decorados, recae en las interpretaciones descontroladas y auténticas, apartado en el que los registros de Nadia Tereszkiewicz, Rebecca Marder, la gran Isabelle Huppert, Dany Boon y Fabrice Luchini sostienen la historia, en principio interesante pero de resultado desigual. Sin enganchar ni emocionar, con tanta floritura, el film se nos queda sin un detective más incisivo, los diálogos se pierden, falta fuerza y credibilidad, entretenimiento. En pocas palabras, carece de sorpresas, salta de secuencia en secuencia, un título menor de Ozon que deja frío y distante al espectador. En los vértices de la pantalla de cine, Mi crimen ofrece las pesquisas pero no resuelve el resultado.