En estos últimos días, Filmin ha estrenado dos trabajos muy curiosos y con evidentes puntos en común, haciendo que la frontera que delimita la ficción y la realidad salte por los aires. La primera es Mudar la piel, en la que se narra la actividad de Juan Gutiérrez al frente del Centro de Investigación por la Paz Gernika Gogoratuz, que, al final de los años ochenta, llevó a cabo diversas actuaciones de intermediación entre el Gobierno español y la banda terrorista ETA.
Su principal colaborador era el esquivo Roberto Flórez, alguien del que, de manera absolutamente casual, averiguó que era un policía del CESID infiltrado y del que Juan no tiene más que buenas palabras, describiendo una excelente relación personal. La directora, Ana Schulz, hija de Juan, plantea esta película para poner el foco en ambos personajes, pero no sabemos con certeza, si como recurso creativo o porque unos de los personajes se niega a colaborar, utiliza un actor que hace las veces del policía infiltrado para contar la historia, situación ésta que rompe la estructura del documental tal y como la conocemos, creando una película interesante, intrigante y novedosa de la historia de España.
La otra película es La muerte de Guillem, una producción para televisión dirigida por Carlos Marqués-Marcet, quien ya tiene experiencia en historias en las que la frontera entre el documental y la ficción se diluye notablemente, como pudimos comprobar en 10000 Km y, sobre todo, en Los días que vendrán. En este caso se centra en el asesinato del joven de 18 años Guillem Aguyó, un independentista valenciano, a manos de de un grupo fascista de extrema derecha el 11 de abril de 1993 y el juicio posterior que trató de culpabilizar a la víctima.
La película muestra imágenes públicas del proceso en el que aparecen los miembros reales de su familia, mientras que en las secuencias en las que se narran las difíciles situaciones que la familia vive en la intimidad de su sufrimiento están interpretados por actores y actrices. El espectador observa que las personas que aparecen en unas y otras imágenes no son las mismas, pero eso carece e importancia porque los personajes sí que lo son y no se pierde ni un gramo de verosimilitud.
Ambas propuestas reconstruyen con la ficción los huecos de realidad de los que no se tienen imágenes, algo muy relacionado con el magnífico documental La imagen perdida (2012), del camboyano Rithy Panh, que recrea con pequeñas figuras de arcilla las imágenes ausentes del genocidio comunista de Pol Pot, en los años setenta, en su terrorífica política de exterminio de los no afines al pensamiento imperante.