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Crítica: "Santuario", por Paco España

En el último Festival de San Sebastián, último de momento y veremos cuando se puede celebrar la siguiente edición con la que tenemos encima con el dichoso coronavirus, se presentó el documental Santuario, dirigido por el cántabro Álvaro Longoria, cabeza visible de la productora Morena Films, y producido por él mismo y los hermanos Carlos y Javier Bardem. El documental cuenta, de forma distendida, el proceso que encabezó Greenpeace para apoyar el acuerdo proteccionista en la comisión del océano Antártico en la ONU.


La idea del documental partió de la amistad entre el productor Longoria y el mayor de los Bardem, al que posteriormente se unió Javier para aprovechar el tirón mediático y la popularidad universal del actor ganador de un Oscar. Su visión no es apocalíptica, a pesar de la importancia de los argumentos que allí se exponen, en los que se explica la importancia de los océanos, en general, en la buena salud del planeta y del Antártico en especial, el cual conserva un amplio catálogo de vida animal y vegetal bajo sus aguas, como demuestra la inversión que hace Javier Bardem en un pequeño batiscafo a 274 metros de profundidad, contemplando los extraños peces y las coloristas plantas que allí tiene su hábitat.


La gran belleza de las imágenes antárticas se contrapone a la codicia económica del ser humano que no tiene límites y ahora se producen verdaderas devastaciones del suelo marino en busca del preciado krill, un pequeño crustáceo que es la base alimentaria de todas las especies animales de ese océano, porque o se alimentan de él o se alimentan de animales que se alimentan de él y que en el primer mundo se comercializan en cápsulas de Omega 3. A pesar de los casi tres millones de firmas que apoyaban la protección de esta zona, el acuerdo de protección fue rechazado por la negativa de tres países, Noruega, principal explotador comercial de la zona, además de China y Rusia por razones económicas.


Santuario atestigua una vez más la obtusa sinrazón del ser humano por destruir el planeta en el que vivimos y, en lugar de cuidarlo y de intentar que sea un lugar mínimamente habitable para nuestros descendientes, nos empeñamos en emponzoñarlo obstinadamente en pos del rey dinero, el cual no se puede comer y queda totalmente en entredicho en estos momentos en el que todas las economías mundiales están en jaque por un bichito que ni se puede ver a simple vista.