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Crítica: "La trinchera infinita", por Paco España

Cuando la década de los sesenta llegaba a su final y la de los setenta alumbraba con sus primeras luces una España gris, los noticiarios se hacían eco, un día sí y otro también, de la salida del ostracismo de un hombre que llevaba encerrado, en un ínfimo hueco de su propia casa, la friolera de más de treinta años. Buscando la seguridad de los muros familiares, había tratado de sobrevivir a un conflicto sanguinario y fratricida en la compañía y con la complicidad de sus seres queridos.


Esta es básicamente la historia de Higinio y Rosa, o de Rosa e Higinio, una pareja joven que comienza su exilio interior en 1936, en un pequeño pueblo de Andalucía, y llega hasta 1969, cuando esas primeras luces deslumbraban los ojos de la persona que ya se había acostumbrado a vivir en un espacio poco más grande que una tumba. En ocasiones, el cine español da espléndidos retratos de la psique humana y de las complejas relaciones que se pueden construir a su alrededor, como es el caso de Carmen y Lola de Arantxa Echevarría; Las distancias, de Elena Trapé; El autor, de Manuel Martín Cuenca; Morir, de Fernando Franco... y otras que funcionan con la precisión de un reloj suizo, como El reino, de Rodrigo Sorogoyen, o Perfectos desconocidos, de Álex de la Iglesia.


La trinchera infinita representa la unión de ambos conceptos. Hay muy pocos ejemplos de películas que profundicen con tanto acierto en la psicología humana y a la vez mantengan una historia de suspense que funciona a la perfección. La forma de trabajo de los tres directores (Jon Garaño, Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi) que componen la productora donostiarra Moriarti es digno de observación y estudio. Además de ser un caso único en la historia del cine actual, hay casos de pareja de directores (que suelen ser hermanos como los Coen, los Dardenne, los Wachowsky, los Taviani, los Farrelli...) pero no que sean tres y sin ninguna relación familiar que les una, lo que da una dimensión bastante aproximada de su inteligencia y capacidad de trabajo en equipo en la búsqueda de un único objetivo, que es la película, sabiendo manejar los egos y orgullos personales que, mal gestionados, solamente irían en detrimento del producto final.


La trinchera infinita es una película extraordinaria que nos introduce, compartiendo sus miedos e inseguridades, en las vivencias de estos dos personajes, interpretados por Antonio de la Torre, cuya calidad en todos sus trabajos puede llegar a ser irritante, y Belén Cuesta, en su primer trabajo alejado de los registros de Paquita Salas realizando un trabajo deslumbrante entre la vulnerabilidad y la fortaleza. Otros personajes de menor empaque también están muy bien representados, como es el caso del joven Emilio Palacios.


Otros aspectos destacados son la fotografía de Javier Agirre Erauso, un prodigio de iluminación y de creación claustrofóbica; la música de Pascal Gaigne, que envuelve la acción de manera notable; y la ambientación histórica, más que rigorosa. Por todo ello, los 147 minutos de La trinchera infinita pasan como una exhalación, con secuencias realmente memorables, como en la que Higinio sale de su encierro, pocos años después de su comienzo y se pierde en las calles de su minúsculo pueblo y otras muchas que no puedo contar para no desvelar partes importantes de la trama.