El cine de catástrofes, con la participación de criaturas del abismo de los océanos, ha entregado al séptimo arte verdaderas delicias del miedo. Suspense y terror, por lo general, a través de atmósferas familiares de cierta profundidad con el ser humano intentando salvarse en persecuciones desequilibradas de mandíbulas y garras afiladas, cine de temporada y evasión que cumple su cometido de entretener al espectador, visionados simples pero efectivos.
Con este preámbulo, resulta curioso que, en dos semanas consecutivas, se hayan estrenado dos películas de temática anfibia con el ser humano como presa: A 47 metros 2, una floja pero entretenida investigación arqueológica que saca a flote ejemplares de tiburones blancos evolucionados, e Infierno bajo el agua, dos ejemplos de este cine espectacular de calado veraniego que, en el segundo caso, suma el barrido de una ciudad como detonante para la ración de género susodicha.
Un experto en el terror como Alexandre Aja, con la destacada Alta tensión en una recomendable filmografía de títulos muy presentables y de calidad, dirige ahora Infierno bajo el agua. Un huracán arrasa una localidad de Florida, lugar donde una hija, desobedeciendo las órdenes de las autoridades, busca a su padre desaparecido. Entre inundaciones y evacuaciones, y con el anegado terreno infestado de caimanes, la búsqueda y la supervivencia resultan ejercicios extremos.
El pulso de Aja y el productor Sam Raimi salva el envite, pese a que sus diálogos resulten ridículos por momentos, con secuencias intensas, destacando la actuación de Kaya Scodelario, notable en su registro interpretativo en un entorno hostil. Cine básico, aceptable sin entrar en profundidades, como las dosis metafóricas sobre la familia. Sin más reflexiones y en la piscina comercial, Infierno bajo el agua ofrece chapuzones de riesgos (des)medidos.