Aunque a priori pueda parecer que la nueva versión del hombre araña y la actualización de la caja de los deseos no tienen nada en común, lo cierto es que sus respectivos visionados nos ofrecen una dimensión de convergencia desde la aproximación esquemática que, sin embargo, en el primer caso resulta un tanto exigua en función de las supuestas prestaciones mientras en el segundo se limita a explorar las posibilidades de una propuesta sin pretensiones.
El joven heredero toma el relevo de otros hombres arácnidos y comienza a experimentar su recién descubierta identidad, una ruta iniciática que el nuevo Peter Parker recorre como becario de Tony Stark bajo la supervisión y tutela del Capitán América, con quien comparte gama cromática en las costuras de su uniforme. Este aprendizaje se desarrolla en un entorno de instituto, contexto cinematográfico que enmarca este 'Spider-Man: homecoming' más en una cinta de este subgénero de 'high-school' que en una de superhéroes.
Tom Lo imposible Holland se calza a la perfección el traje interpretativo para disparar telas de última gama y efectos especiales fuera de lugar recurriendo, como factor fundamental, a un humor ininterrumpido que, acompañado de varios brotes de debate adolescente en torno a la popularidad y el anonimato o el interés colectivo por encima del personal, bordea la comedia como tal y enmascara la necesidad cómplice de los propietarios de los derechos de trazar en paralelo al universo Marvel subtramas de coste 0 y alto rendimiento.
En este episodio entre Vengadores, en el que la inocencia de la juventud y la inexperiencia colisiona con la ridiculez propia de algunos comportamientos de la edad, destaca la irrupción de un villano con mayúsculas. Michael Keaton se viste de plumas de acero para dar vida a Vulture, un ejercicio mental, en plan Birdman, para ofrecer, con su discurso de malhechor urbano, una inesperada virtud para abrir los ojos sobre la ignorancia de la ambigüedad moral del 'status quo' mientras 'Spider-boy' emula a Batman en las cornisas de los edificios.
En otro instituto, una adolescente sobrevive, literalmente, al caos generacional del centro y a la deriva personal del entorno más próximo tras el suicidio de su madre. De las profundidades de un cubo de la basura, tal cual, puede sobrevenir la escapatoria tanto drama. Lástima que la melodía que suena cada vez que la caja de música se abre para hacer cumplir uno de sus deseos se cobre, al mismo tiempo, su precio en sangre. Los caprichos irresponsables de la juventud y el ansía de ser marginal por encajar en un mundo de popularidad abrirán una espiral de locura y muerte.
La adolescente Joey King, familiarizada con el terror en Expediente Warren, se deja llevar en plan Carrie obsesionada por su propio bienestar emocional y superficial. Sin embargo, la agonía perentoria del último deseo desencadena el Destino final. Aunque la historia narrada no profundiza con mayor detenimiento en cuestiones ancestrales como las raíces orientales de la maldición, este último suspiro respira en consonancia con el argumento principal, mérito en manos de un John R. Leonetti que ya lidió con criaturas como Annabelle.
Supeditada a la etiqueta de cine de terror para 'teenagers', Siete deseos consigue el beneficio de la duda por las recuperaciones para la gran pantalla de un inocente Ryan Phillippe (Sé lo que hicisteis el último verano) y un fetichista Sherilyn Fenn (Twin Peaks), pero también por convertirse en una digerible metáfora sobre cierto letargo generacional y por una reflexión tremendamente realista sobre decisiones y consecuencias, un alegato funesto e irremediable sobre la presunta manejabilidad de nuestro destino sin varitas mágicas.