La ciencia-ficción usa la razón para crear un universo ficticio –diferente al nuestro– en el que desarrollar sus historias. Ya sea alterando nuestros conocimientos, el tiempo o el espacio, son situaciones ficcionales en las que ningún evento es sobrenatural sino que todo tiene una explicación racional.
En nuestro caso, en la película de James Ward Byrkit, la ruptura con el mundo ordinario –el nuestro– la marca el cometa. Ya en el primer plano de la película se nos muestra un teléfono cuya pantalla estalla sin motivo aparente.
Sin el despliegue estético que acostumbramos a pensar cuando oímos que una película es de ciencia-ficción (Star Wars, Interstellar o 2001: Una odisea del espacio, por nombrar algunas), esta película se basta con ocho actores y una casa.
Acompañados por un fuerte guión y una interpretación natural –los actores de la película no son profesionales e iban conociendo el libreto según rodaban-, la ópera prima de Byrkit se ha hecho un hueco entre las grandes películas de este género en los últimos años.
Al comienzo de la película vemos a un grupo de amigos que hablan desenfadadamente. Las tensiones que se generan entre algunos de ellos (problemas de pareja, tensiones con los demás...) son utilizadas para, poco a poco, ir revelando la verdadera forma de ser de cada uno de ellos.
Dicen que la buena ciencia-ficción habla sobre el ser humano y su propia naturaleza. Esta película reflexiona sobre la forma de las personas en sociedad, las apariencias y las máscaras que ocultan su verdadera forma de ser. Y consigue hacerlo de forma sutil, a través de la técnica cinematográfica.
La trama principal se convierte en el recurso que utiliza el director para mostrárnoslo, y no en la espina dorsal de la película. El aparato visual de la película es simple: cámara a la altura de los ojos y con movimientos propios de una persona.
Nos convertimos en espectadores en primera persona de los sucesos, de forma que la imagen no se usa de forma narrativa, sino transparente. Desaparecen las marcas de enunciación y se usa un montaje invisible para lograr una mayor inmersión en la historia.
Estamos ante una película autorreflexiva que ahonda en la noción de identidad, tanto la propia como la que proyectamos hacia los demás, y en la importancia que tienen las elecciones diarias para la construcción de dicha identidad –revelar y abrir mundo, decía Bazin–.