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Crítica: "Fences", por Javier Collantes

El espacio que separa un lenguaje teatral del cinematográfico no supone comparar, enardecer o valorar en exceso la propia identidad de la escritura en su marco escénico o fílmico, y, a esta disyuntiva teórica y práctica, corresponde el film que nos ocupa en aspectos menos formalistas en su manera de exponer una historia en imágenes. 


Así, este largometraje dirigido por Denzel Washington, adaptación de una obra escrita por August Wilson en 1983 -ganadora en los terrenos literario y teatral de premios Pulitzer y Tony que tanto el propio actor como Viola Davis escenificaron en 2010 en Broadway-, se muda a la gran pantalla, labor a veces no comprendida, sin valorar esfuerzos en su amplio sentido artístico.


Con un argumento que narra la historia de un trabajador del sistema de limpieza en las calles de Pittsburgh en los años 50 del siglo XX, un antiguo jugador de béisbol  norteamericano que quiso ser una estrella profesional de dicho deporte, pero su llegada tardía, por no admitir jugadores negros en la liga, supuso un impacto destructivo en su propia vida personal y familiar.


Con estos mimbres argumentales, mostrando una época muy determinada de un hombre, el relato contiene un ritmo narrativo lleno de palabras, sin parar, reflexiones de las relaciones paterno-filiales, la dureza consigo mismo y con su mujer, a través de un único escenario, con una puesta en escena impecable, su contenido resulta demoledor, entre palabras, actitudes, planos, una banda sonora ajustada sin estridencias y una resolución final magistral. 


Estas vallas físicas sirven de contrapunto al sentido interior del personaje, sobre una historia que recuerda algún atisbo de los clásicos del cine. Tratándose de un metraje de dos horas y cuarto, su resultado es magnífico, desde perspectivas de realización, excelente los trabajos de sus intérpretes -en especial de sus papeles principales-, con veracidad e intensidad dramática, en  una forma de entrar en un texto, cuyo guión resulta una lección de cine. 


Una película completa en muchos órdenes, frases, presencia, intensidad, secuencias casi memorables, sin exageración en su contenido, consigue trasladarnos a una clase de cinematografía de pura esencia humanista con estilo, sin estridencias, efectividad, pero, sobre manera, un relato compacto de otros tiempos en unas tonalidades sin vallas de plástico, ni pretensiones, auténtico cine con muchos valores.