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Crítica: "Proyecto Lázaro", por Paco España

No se puede decir que Mateo Gil sea un cineasta muy prolífico. Desde su aparición en 1998 con el extraordinario cortometraje Allanamiento de morada -protagonizado por Eduardo Noriega, Pepón Nieto y Petra Martínez-, ha dirigido otro cortometraje, Dime que yo -con Fele Martínez y Judith Diakhaté-, un estupendo trabajo sobre las relaciones de pareja, y solamente tres largometrajes.


Nadie conoce a nadie -con Eduardo Noriega y Jordi Mollá-, curioso e interesante thriller psicológico en plena Semana Santa sevillana; Blackthorn. Sin destino -de nuevo protagonizado por el actor cántabro y el dramaturgo y actor norteamericano Sam Shepard-, calidad al más puro estilo western crepuscular; y la que se acaba de estrenar, Proyecto Lázaro, con inevitables paralelismos con Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, también protagonizada por el propio Noriega. 


Este repaso a la filmografía del director sirve para cerrar círculo en torno a tres personas que se conocieron en la escuela de cine y comenzaron juntos su trayectoria artística, hasta que siguieron sus propios caminos: el mencionado actor cántabro, Amenábar y Mateo Gil, éste último responsable de los guiones e historias de los primeros trabajos dirigidos por el director de Los otros, probablemente los mejores.


En lo que se refiere a Proyecto Lázaro, esta película plantea una interesante cuestión: la reanimación, por primera vez, de un ser humano crionizado. Gil sitúa la acción en el año 2084 y la persona permanece en ese estado desde 2015. Se sabe que existen empresas que ofrecen servicios de crionización, en los que, por unos cuantos miles de dólares o euros, pueden conservar tu cuerpo hasta que la medicina alcance los conocimientos necesarios para reanimarte y poder dar continuidad a tu vida.


Es decir, la búsqueda de la inmortalidad, algo que el ser humano ha buscado y buscará siempre. Pero ¿es esto posible?, ¿cuántos recursos económicos son necesarios para llevarlo a cabo?, ¿le merece la pena a una sociedad, supuestamente superpoblada, reanimar a estos individuos?, y, definitivamente, ¿la persona reanimada que tipo de realidad viviría con todos sus familiares y conocidos muertos muchos años atrás?. 


Si la única certeza del ser humano es su propia muerte, y ésta desaparece, ¿qué tipo de ser humano se crearía?. Estas y otras cuestiones filosóficas se plantean en esta película, pero, al tratar temas de tanto calado, la cinta se hace demasiado discursiva y se produce un excesivo uso de la voz en off para completar los razonamientos de los diálogos o por el mismo transcurso de la acción.


La voz en off es un recurso cinematográfico que debe ser usado con mucha mesura o nada en absoluto, porque un buen guión debe de tener los recursos suficientes para que la acción plantee los conflictos y las situaciones por si misma. La pulcra puesta en escena de un futuro cercano, similar al actual, con una sociedad con muy pocas señales de avance, hace que se vea con facilidad y fomente una larga conversación junto a un aromático café tras su visionado. Pero nada más, ni nada menos.