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Crítica: "Passengers", por Pelayo López

Después de llamar la atención con "Headhunters" y tomar la alternativa con "Descifrando Enigma", Morten Tyldum ha puesto el piloto automático en esta travesía estelar rumbo a Hollywood, un viaje rutinario que su pareja protagonista, pese a todo, intenta llevar a buen puerto. A partir de una promoción iniciada en torno a un drama romántico en toda regla y prolongada alrededor de un thriller futurista de amplio espectro, el cineasta noruego tira de patrones de vuelo estándar para no salirse del primer argumento y explotarlo hasta el límite de sus posibilidades... envasadas al vacío con efecto gravitacional.


Una nave crucero transporta a 5.000 personas rumbo a una nueva colonia para la humanidad. Un único destino que supone, no obstante, tantos motivos como pasajeros. Sin embargo, la distancia a recorrer define unas condiciones de animación suspendida, un proceso que, como consecuencia de los avatares del universo, se romperá en el caso de uno de los pasajeros. Del inconformismo a la aceptación, y de la superación a una decisión irreversible: una Eva para un Adán con fecha de caducidad. Un amor, un secreto y una brecha personal y material a punto de estallar.


Si bien la primera parte resiste como un 'náufrago' a la deriva, un 'wall-e' de carne, hueso y nalgas, o una historia de amor a dos entre cuatro paredes y con la eternidad como horizonte, la segunda mitad comienza a hacer agua en la línea de flotación, los nuevos Jack y Rose lejos del Titanic pero a bordo de una enterprise. Y eso si dejamos de lado las posibles fallas en el diseño del planteamiento argumental de base, como por ejemplo en el caso de los billetes de ida y vuelta. En tres eran tres los clímax, el hilo musical refuerza la intensidad del momento con curioso acierto.


Un últimamente omnipresente Chris Pratt tira de galones, de ingeniero con oficio en su caso, para intentar arreglar el desaguisado de este Avalon en órbita y con el mensaje de Houston tenemos un problema, sobre todo siete veces magnífico cuando adquiere peso específico y barba de una eternidad. El tono interpretativo pierde gas con la oscarizada y siempre maravillosa Jennifer Lawrence. Convertida tanto en damisela de gala para el último baile como en capitana de a bordo sudada y con camiseta de tirantes, ni rastro de su habitual y desbordante talento como actriz de primera fila o de su excelsa condición física como mujer de curvas tomar.


Por otro lado, Laurence Fishburne hace chas y (des)aparece a tu lado, y eso por no hablar del cameo final de órdago a la mayor, con guiños y sin frase. Hablando de frases, de discurso narrativo, de planteamientos humanistas y existenciales sobre la condición humana, cualquier conato resulta un mero espejismo. La sublimación como especie radica en la individualidad de los sujetos, hábitos (im)predecibles de un comportamiento (in)esperado que decida la salvación o la condena eternas en manos de dos pasajeros de un vuelo en el que, a medio trayecto, las ganas de terminar el viaje se hacen patentes.