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Crítica: "¡Ave, César!", por Pelayo López

Lejos de ser sospechosos de frecuentar los mismos derroteros cinematográficos de manera reincidente, los hermanos Coen escriben y dirigen "¡Ave, César!", una nuevo cambio de sentido en su personalísima trayectoria y, al mismo tiempo, un notable homenaje a la época dorada de Hollywood y los grandes estudios no exento, eso sí, de algún que otro dardo envenenado a la industria del sector. De hecho, a poco que nos fijemos y revisemos su obra, su última película bien podría ser un compendio o tratado de toda su filmografía, tanto en temáticas abordadas como en narrativas planteadas y, por supuesto, también en lo que respecta a su estética visual. 


Josh Brolin, una vez más solvente pero no brillante como se esperaba de una estrella que no termina de brillar, es el fixer de un gran estudio, el hombre engranaje que hace que todo funcione, un hombre de familia a quien su trabajo de conseguidor pone constantemente al borde del precipicio y en el que debe prevalecer la balanza trucada de una doble moralidad, una situación límite continua que afronta, además, en un momento vital en el que intenta dejar de fumar. Además, una prometedora aerolínea le tienta con una irrechazable oferta en una industria al alza, realidad coincidente con la expansión de la televisión que vuelve a poner al séptimo arte ante la posibilidad de la desaparición. Una vez más, el celuloide sale airoso del envite como la llegada del cine sonoro o los distintos soportes digitales. 


Para colmo, se produce el secuestro de una de las estrellas, un George Clooney de mueca en mueca y siempre vestido con su disfraz de romano, circunstancia que pone en jaque el rodaje de la nueva superproducción del estudio... y la culpa siempre es de los extras. A su alrededor, la sirena profiláctica de Scarlett Johansson moviendo la colita, una Tilda Swinton duplicada en busca de la exclusiva, el exquisito y refinado Ralph Fiennes como exponente del cine de autor frente a la comercialidad, la eclipsasecuencias Frances McDormand como montadora de Grey en la oscuridad, el estimulante Channing Tatum que acostumbra a deleitar al respetable con números musicales deslumbrantes tanto con el torso al desnudo como enfundado de marinero, y un destacable y ponderoso Alden Ehrenreich como provinciano heroico.


La narración en off nos (re)conduce entre la trama principal, cine negro al uso, y las subtramas adyacentes, que van desde el cine histórico-religioso hasta el musical que leva anclas y pasa por el western de acrobacias o el baño en la piscina. Como resultado, en un tono no exento de cierta acidez, los hermanos Coen retratan los mecanismos e intimidades de un sistema estructurado y ordenado, una pirámide funcional cuyo mensaje presenta asimetrías de sexualidad y política, amenazas distróficas para un estado de conveniencia que sella el cine a ambos lados de la cámara en una época de acusaciones y persecuciones al margen del arte. Imprescindible recreación de un arte de oficios, entre decorados de cartón-piedra, que esconde secretos y misterios detrás del telón y entre bambalinas, a medio camino entre la quinta columna política y la crónica de sociedad.