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Crítica: "Los odiosos ocho", por Pelayo López

Siguiendo el trazado longitudinal nada azaroso que abarca desde los márgenes de la autoría creativa a la réplica de género -la delgada línea que separa el homenaje de la copia la delimitan las características propias de un espíritu libre-, la hospitalaria y mortuoria diligencia de Quentin Tarantino, que emprende camino en una postal blanca y ante el inquietante fervor de una mirada desasosegante que tiene su reflejo terminal en una criatura alada, se pone en marcha dejando a su espalda las cruces del camino y haciendo parada y fonda, a resguardo de una ventisca premonitoria y un desenla(n)ce del destino, en el western actualizado. 


Algunos años después de la Guerra de Secesión, varios cazarrecompensas -al tiempo rivales usureros y colegas de profesión-, una fugitiva de armas tomar, transeúntes casuales y/o causales, conductores de coches de potencia equina y los anfitriones posaderos de la pertinaz morada en cuestión convivirán momentáneamente unas horas interminables en los alrededores del acertadamente llamada población de Red Rock, evidencia firme de la hematología forense que vuelve a testimoniar un uso (in)discriminado y/e (in)justificable de la violencia explícita. Para ejemplo, Samuel L. Jackson dándolo todo y con un par.


Para ejecutar su octava película, el enfant terrible recurre a varios de sus "Reservoir dogs", tira de las hechuras capitulares (sobra el metraje del quinto y sobre-explicativo capítulo y el único flashback sustentable en primera persona) exhibidas con acierto en "Malditos bastardos" y profundiza en una temática desencadenada recientemente de la mano y pistolas de un tal Django. Al amparo con un abrigo de rango militar y una lumbre de astillas que calienta un puchero estofado de ingredientes trileros, el penitente rastro de la octava huella de estas herraduras fílmicas será borrado por oportunos y convenientes revisionados.


La portentosa capacidad de Ennio Morricone para componer partituras conquistadoras y seductoras venidas de los efluvios occidentales acompaña la habitual verborrea prosaica, marca indiscutible de una casa de postas que se guarda un as en la manga, de unos personajes con la soga al cuello, un tiempo muerto de (des)confianza mutua y generalizada que se entretiene en su labor meritoria de recuperador memorístico de la historia de la cinematografía en clave de formatos, como la mirada ultrapanavisionaria o el descanso musical -aquí amputado y resultando la voz en off aparecida en una segunda parte un tanto inexplicable y por tanto desubicada-.


No obstante, por encima de cualquier otro relato paralelo y cercano a genios del suspense cafetero como Hitchcok o las cosas del otro western como Eastwood, "Los odiosos ocho" no despierta interés por las homogéneas y reconocibles formas de un continente reiterativo, pero sí llama la atención poderosamente por la profundidad de las raíces reconciliadoras que asientan su condición innegable de excelente y milimétrica reflexión, tanto condenatoria como perdonavidas, de las consecuencias inherentes a un conflicto bélico civil, disparando a dar la reconstituyente importancia de una carta tradicional firmada 'urbi et orbi' por un icono presidencial.