Si echamos un vistazo a la larga lista de superproducciones con el sello hollywoodiense que han aterrizado en nuestras salas en los últimos años, podemos observar que muchas de ellas se materializan gracias a una versión original anterior, un éxito apabullante que arrasó taquillas en tiempos pretéritos y que, en la actualidad, parece una vía de escape para esos guionistas a los que quizá les valga eso de 'ya está todo inventado' y, quién sabe si con ésta y alguna que otra millonaria excusa por parte de la productora, vean factible eso de ponerse manos a la obra para dar forma a eso que nos es tan familiar en estos tiempos y que hemos ya adoptado casi como nuestro con el anglicismo 'remake'.
El hecho evidente de estar ante la adaptación de un trabajo original, visionado y revisionado en tantas ocasiones, resta algún punto a la hora de hacer saltar ese resorte motivador que nos empuje con suficiente energía hacia la sala de cine más cercana. Por otra parte, es de suponer que la epidemia de adaptaciones de arcaicas y exitosas cintas que padecemos de un tiempo a esta parte contenga una serie de motivadores elementos, en los cuales los responsables de cualquier proyecto cinematográfico depositen su fe una y otra vez haciendo válido eso de que una cinta ganadora puede volver a serlo en la actualidad, maquillando formas y recurriendo a nuevas promesas o consagrados actores que pongan esa chispa necesaria para ablandar las siempre temidas críticas.
En 1976, Brian de Palma adaptó para la gran pantalla, con gran éxito, la novela de Stephen King, "Carrie", que desembocó en una secuela televisiva en 2002, "Carrie 2: La ira", y que, a su vez, remodelada y acicalada en consonancia con las exigencias contemporáneas de este 2013, ha derivado en el estreno estos días, en las salas de medio mundo, de la hasta ahora última adaptación de este clásico del género de terror. Bajo la batuta de Kimberly Peirce, con la colaboración de una jovencita Chloë Grace Moretz en el papel principal (Carrie White) y una incontestable Julianne Moore interpretando a su madre (Margaret White), comparaciones aparte -odiosas o no-, esta nueva "Carrie" no va más allá de esa línea fiable y segura que no es otra que recalcar los puntos fuertes de sus antecesoras.
Fastuosos baños de sangre, el aprovechamiento lógico de las más modernas técnicas en efectos especiales para revalorizar unos superpoderes que, en definitiva, no aportan mucho más a lo que de Palma dejó atado y bien atado hace unas décadas. El añadido casi obligado de las redes sociales, en parte acertado si contemplamos un mayor rendimiento económico en taquilla, tampoco hace implementar esa mofa social bien definida en versiones anteriores. Nada nuevo bajo el sol, salvo por algún apunte interesante en la interpretación en esa relación enfermiza que mantienen madre e hija, y que la directora ha querido subrayar convirtiéndola en uno de los puntales clave en esta, última de momento, adaptación, de otro de los muchos grandes clásicos que sugieren tan sutilmente ese comercial pero poco aleccionador remake.