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Crítica: "Biutiful", de Alejandro González-Iñárritu, por Pelayo López

Biutiful, manera en que el protagonista dice a su hija se escribe la palabra “beautiful” en inglés, es lo único hermoso que nos encontramos en la última película de Alejandro González Iñárritu. Separado de Guillermo Arriaga tras “Amores perros”, “21 gramos” o “Babel”, su estructura fragmentada e interrelacionada deja paso a una trama lineal, donde la única salvedad llega de la mano tendida entre principio y fin, momentos donde el frío que transmite habla por si solo, tanto como la impactante extracción de sangre. La película es un directo a la mandíbula de la sociedad, a esas calles por las que no queremos transitar ni siquiera mirar: globalización, integración, solidaridad, supervivencia...

Un hombre del Raval barcelonés, al que le diagnostican un cáncer terminal, deberá dejar atado el futuro de su familia antes de morir. En ese camino, cada intento deparará una frustración en las expectativas, como la estufa redentora tornada en verduga. Esta especie de “Mi vida sin mi” fusionada con “El mal ajeno” tiene el rostro inapelable de Javier Bardem, premiado por su trabajo en Cannes. Su elección no podía haber sido otra. Su compañera de reparto, Maricel Alvarez, está inmensa. Desborda credibilidad interpretando un personaje errático, con momentos de brillantez y otros de locura. El protagonista y su hijo comparten incontinencia urinaria. Un plano: la lluvia cae por el ángulo de un pantalón tendido. Iconografía que va más allá, a la religiosidad de la culpabilidad y la redención.

Cuando intercambiemos con los chinos nuestro jamón por su arroz, no será porque no estábamos advertidos. Sobra metraje, como algunos planos de transición reiterativos y algunas subtramas omitibles -o chinos o subsaharianos hubiesen valido-: la dureza emocional no conviene prolongarla. Aún así, no todo está perdido: un soplo de esperanza optimista llega con la madre adoptiva que no se marcha.