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Crítica: "La pecera", por Javier Collantes

Las diversas acepciones de las palabras, sentidos, sensaciones, evocaciones... y demás artículos, se unen en momentos sobre las películas, el mundo del cine, entre poesía visual, imágenes o la percepción de un film que, en principio, de forma inconsciente, el espectador se imagina que verá en la película que ha elegido, un film distinto, una propuesta de un viaje emocional en 'pantalla'. Con una serie unificada, la película La pecera entra, de lleno, en este estamento cinematográfico.


Dirigida por Glorimar Marrero Sánchez, La pecera nos presenta un relato difícil, áspero, lento, intenso, en Puerto Rico, cuyas secuencias sensoriales, por momentos, se dispersan en la estética, dejando el valor de la narrativa por debajo. Su mejor baza, sin duda, el estilo visual, su fotografía, y un silencio interior que se palpa en las secuencias, cine de asimilación, de 'tempo' espaciado, luz en el paisaje... Noelia, enferma de cáncer, no desea tratarse de su enfermedad y viaja a su pueblo natal, una isla paradisíaca puertorriqueña, cuyas aguas contienen residuos contaminantes del ejército norteamericano. Noelia, su madre, amigos, buscan una denuncia política, medioambiental, sobre el problema que viven, en una lucha constante. Así, entre su problema con la enfermedad y su huida de su pareja, el film nos deja una bañera como metáfora de su vida.


Con mejor trazo al principio, la película, en el devenir, nos deja fríos, distantes, conservando, por instantes, un dibujo fílmico interesante pero irregular en ritmo, lo que pesa en el relato, y con una notable interpretación de Isel Rodríguez. Cine experimental bien intencionado, La pecera emite autoría fílmica de escuela, un ensayo existencial, en un final de instalación de galería de arte, sin redondear en su conjunto, unas canciones, una bañera, ella y su mirada.