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Crítica: "La chica salvaje", por Javier Collantes

La infraestructura de los melodramas en sus diversas líneas nos ha entregado al espectador historias que nos conducen a la emoción, entrando en los ámbitos de las narraciones que se mezclan entre el folletín (dicho con todos los respetos) y la magnitud del cine más intenso respecto a su argumentación, cine que enlaza el bloque intimista con el espectáculo serial. A este ejemplo, con algunas diferencias, se corresponde La chica salvaje, una película dirigida por Olivia Newman que, con los valores de su 'edificio' narrativo, confiere un tono comercial que no engaña a nadie y cuyo visionado resulta presentable y digno en relación al bestseller de Delia Owens como entramado de estereotipos, digno y eficaz.


Con una dirección presentable y la producción a cargo de la actriz Reese Witherspoon, La chica salvaje, en su tempo y pulso narrativo, se deja ver y entretiene, posiblemente es superior película al bestseller cinematográfico que, en principio, podríamos encontrarnos en la pantalla grande. La chica salvaje bebe de las fuentes de una clase de cine comercial que se disfrutaba en los años 80 y 90 y que, hoy en día, por su factura resultante, se sigue disfrutando. Una mujer que se crió en las marismas, en los pantanos de Barkley Cove, en el profundo sur de Norteamérica, Kya Clark, conocida como la niña de los pantanos, es una joven misteriosa, con problemas estructurales en su familia, abandonada, abandona a su familia para vivir sola en una casa apartada de la ciudad y resultar, posteriormente, ser acusada del asesinato de un hombre con el que mantuvo una relación sentimental.


Con un argumento-arquetipo, el film entremezcla melodrama fácil y drama romance con la intriga y el thriller, una historia sobre la exclusión y la marginalidad con toques de la condición humana que, a través de flashback, relata y señala una historia de huida en busca de un 'lugar'. Sobre una banda sonora aceptable, una fotografía muy digna y una dirección artística notable, La chica salvaje descansa en su mejor virtud, Daisy Edgar-Jones, un auténtico torrente interpretativo, que hace emerger al film con ritmo, secuencias y diálogos sencillos, de presentación ajustada, que parece no sorprender, pero que se degusta hacía el clímax final, una película cuyos paisajes nos dejan ver la mirada del cerco llamado salvaje.