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Crítica: "Alcarràs", por Paco España

Tras el impresionante debut de esta realizadora catalana con la historia autobiográfica de Verano 1993, Carla Simón nos vuelve a sorprender con otra historia, hermana de la anterior y que bebe de las experiencias propias de la directora, de su entorno y de su familia, película que viene, además, con el aval de haber conseguido el Oso de Oro en la Berlinale de este año, siendo la primera mujer española en ganar este festival -el último premio de estas características lo ganó Mario Camus en 1983 por su versión de La colmena-. En esta ocasión, Simón nos cuenta la historia de una familia que vive y trabaja en el municipio de Alcarràs, perteneciente a la comarca del Segrià, a 11 kilómetros de Lérida, la capital de la provincia. El sustento de esta familia está en la recolección y venta del fruto principal que se da en sus tierras, el melocotón. Representan un tipo de vida que tiende a la desaparición, la vida rural y el trabajo de la tierra y los frutos que ésta da. Una actividad dura que se mostró esencial cuando todos estábamos confinados en casa por la pandemia pero de cuya esencialidad, una vez que ésta ha dejado de representar un problema grave, nos hemos olvidado.


La directora muestra su inteligencia en el guion, del cual también es responsable junto a Arnau Vilaró, en el que pone en contraposición este tipo de vida agrario con el industrial que supone la construcción de una central de obtención de energía solar, reconvirtiendo a los agricultores en técnicos de placas solares. Actividad esta también necesaria en la sociedad, otra actividad esencial, la de conseguir energía, además limpia, tan esencial como la de conseguir alimento. Evita hacer una comparación tan evidente como poco sutil como sería, por ejemplo, la construcción de un 'resort' turístico de lujo con campo de golf. También pone en contraposición el tipo de relaciones humanas, la del abuelo de la familia, en la que bastaba un acuerdo verbal y un apretón de manos para hacer uso de una propiedad, con el actual, en la que no puede existir ningún acuerdo que no esté respaldado por un documento notarial. En este contexto viven tres generaciones que luchan por sobrevivir en estas condiciones, unos intentando aferrarse a la actividad tradicional y otros reconvertirse a los nuevos requerimientos laborales y ambos son legítimos, mucho más que los precios que ponen los intermediarios mayoristas por el fruto recolectado, por debajo del precio de coste para el agricultor.


Lo más sorprendente de esta película, como ya sucedía en Verano 1993, es la sensación de estar viendo un pedazo de vida real de los personajes que aparecen ante los ojos del espectador, cuando realmente es una ficción, perfectamente guionizada e interpretada, en este caso, por actores y actrices no profesionales, pero de manera excelente, incluidos los tres niños de corta edad, encargados de abrir la película con sus juegos infantiles en un 'dos caballos' abandonado, otra muestra de tiempos pasados. Destacan especialmente los encargados de interpretar al matrimonio protagonista, Jordi Pujol Dolcet, con un gran parecido con el actor profesional Sergi López, y Anna Otín, la matriarca preocupada por mantener unida a la familia y a la que le basta un par de eficaces hostias dadas a tiempo para poner en orden la relación entre su marido y su hijo cuando ésta comenzaba a deteriorarse. En esta película, Carla Simón nos vuelve a mostrar cuando el cine nos enseña la esencia de vida y vuelve a demostrar que el potente grupo de realizadoras españolas alcanza cotas de enorme calidad. Es muy importante intentar ver esta película en versión original en catalán, ya que verla doblada rompe la naturalidad, pieza esencial en la película.