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Crítica: "El amor en su lugar", por Paco España

En el año 2000, Rodrigo Cortés se dio a conocer con un excelente y muy divertido mediometraje titulado 15 días, sobre las peripecias de Cástor Vicente Zamacois, un tipo que puede vivir en el anonimato, proveyéndose de todo lo que necesita durante los quince días de prueba de los productos que adquiere. Esta historia se desarrolla en época predigital, una lúcida premonición de los años posteriores. Tengo la sensación de que el innegable talento de este director gallego no ha sido reconocido como debiera por el ámbito de su profesión, en parte por un carácter un tanto egocéntrico y, por otra, por tener una trayectoria libre de ataduras sin tener la intención de 'casarse con nadie', porque, de otro modo, no resulta comprensible que su excelente película Buried (Enterrado) pasase inadvertida para la Academia de Cine, quizás por rodar en inglés, en régimen de coproducción y con estrellas de Hollywood como Ryan Reynolds en este caso, en la que nos regala una pura historia de Hitchcock con una persona bajo tierra encerrada en un ataúd y con un teléfono como única escapatoria.


Esta película la rodó tras su excelente estreno en el largo con Concursante y justo antes de otra coproducción con estrellas como Robert de Niro, Sigourney Weaver, Cillian Murphy y Toby Jones en Luces rojas. Ahora nos llega El amor en su lugar, la historia real sobre la representación teatral de una comedia musical que tuvo lugar durante cuatro semanas en un teatro del interior del gueto de Varsovia en 1942, que pasó de 400.000 a 50.000 habitantes durante la ocupación alemana.


En este contexto, un grupo de comediantes representan la función, entre chistes y canciones, mientras que, tras el escenario, se dilucida la posibilidad de escapar y, por lo tanto, sobrevivir o quedarse para continuar con el espectáculo (The show must go on), la única evasión de la terrible realidad que tienen los judíos que abarrotan el patio de butacas. La película se mueve en una extrema penumbra, tanto entre bambalinas como entre las butacas de los espectadores, que aparecen como fantasmas. Solamente el escenario está bañado por una luz que se encarga de iluminar la única esperanza que tienen los asistentes y los actores, el poder de la evasión a través del arte, en este caso de la interpretación. La película es un prodigio a nivel técnico, cuya responsabilidad es mayoritariamente española, aunque el eficiente elenco artístico es internacional, lo que hace probable que esta nueva coproducción, esta vez con el Reino Unido, sea ignorada en España, aunque eso no disminuirá no un ápice de sus virtudes, entre ellas la de dejarnos bien claro cual ha sido una de nuestras principales escapatorias en el confinamiento de esta pandemia, la ficción y el arte de la interpretación.