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"Sala nueve, fila siete, butaca tres", por Javier Maza

Y de repente se dejaron de apagar las luces. Y no va a quedar tiempo ni para ese silencio tan odiado entre la madrugada y la hora de la siesta, con la previsible autopsia a modo de rifa en cosa de dos semanas. Hay chicos buenos que ya esperan: proyectores al Puerto de Santa María, butacas a Mairena del Aljarafe y servidores posiblemente a Amposta, Tarragona. Si acaso un silencio en la memoria de unos pocos a modo de taxidermia. Otros también cayeron. En mi nacimiento, allá por noviembre del cero-cero, Piñeiro me cortó el ombligo mientras a su derecha un hombruco muy campechano y simpático le sostenía la tirantez del apéndice para que el excelentísimo no marrara con la tijera. Luego, este señor con bigote estuvo varias veces en casa de visita hasta que la prima venida de provincias, la tele, le invitó por primera vez. Entonces, ya de presi, cambió el papel de espectador y huyo a por el de prota y hasta hoy. Eran otros tiempos, imagínense, políticos con traje y corbata, empresarios, promotores, distribuidores, críticos de cine, medios de comunicación, azafatas y por supuesto todos a cuenta de papá, Don Segismundo. Santander para esas cosas siempre fue especial. El responso a la grada casi vacía lo echó un cura excesivamente joven con jersey cashmere y estola que nos bendijo inconscientemente a todos, y que ojalá me hubiera absuelto para lo que me aguardó durante mi primer año. Paco hizo el vídeo del bautismo y subido está en ese maldito macarra de la brevedad del YouTube, búsquenlo porque hoy ya no se inaugura como antes.


En poco, de ser el príncipe de las afueras pasé a ser un adolescente bandarra de los arrabales. Las amistades. Nadie apostaba un duro por mí. Los primeros años tras un forzoso internado, como con la estatua de Miguel Ángel, me despedazaron todo lo prescindible hasta dejarme solo y exclusivamente con los que me necesitaban. Casi dos años, y el banquillo de los toreros que dijo Chenel. Fue justo ahí cuando todo empezó a cambiar. Marta, Ana, Marga, Mati, Sandra, Lucía, Carmen, María y los que en mi epilogo me he de perdonar no disponer de tan buena memoria como para traer su nombre aquí, ya estaban. También algunas de ellas más tarde sufrieron la misma metamorfosis renacentista. O la naturaleza del business. Ahí llegaron entre otros Juan, Catia, Roberto, Merche o Rodri, y se dio una circunstancia de ventanilla un tanto inesperada, el estreno casi en cascada de El Señor de los Anillos: la Comunidad del Anillo, de Harry Potter y la piedra filosofal, Monsters, Shrek, Ocean’s Eleven, Pearl Harbor, Hannibal y cintas españolas como Lucía y el sexo o Los Otros, todas en el (año) cero-uno. Y además lo del euro. Más de cinco mil personas diarias en metálico, con dos carteras y echando cuentas a múltiplos del seis, que sin ser primo podría haberse hecho una excepción histórica. Sólo por eso la EGB les debió de merecer la pena. Siete días a la semana, desde matinales a sesiones golfas con parada en el ambigú. Y todos estos chicos estuvieron a la altura. Estudiantes de primeros años en su mayoría: magisterio, industriales, empresas o teleco. Vendiendo entradas, barriendo salas, despachando palomitas o rodando bobinas. De cuando ni existía el nini.

Entraban todos los jueves hasta siete sacas en cinco o siete rollos de treinta y cinco (mm) y salían otras tantas. Escaleras arriba y abajo con hasta veinte kilos por historia. Amazon de furgoneta. La cabina de proyección era una caldera, literalmente. Las películas iban y venían por el suelo, o a mano en platos, pinzas o bobinas dependiendo del destino taquillero de cada semana, rodando por más de cien metros de pasillo de proyección con Cinemeccanicas Victoria 5 ametrallando a uno y otro lado a través de los ventanos. Mesas de montaje rebobinando, máquinas de empalmar por el suelo, aviones apilados sobre las estanterías, publicidad colgando del rodillo de cola, platos de dos metros de canto contra el pladur. Bobinas abandonadas con matinales de TP o golfas de NR18; con más rayones, polvo, empalmes y estaño encima que un veterano del Tercio de Flandes. Disculpen los sustos y entiendan las anécdotas. Hasta un viernes entero se proyectó Días de fútbol con los rollos dos y cuatro intercambiados hasta que después de la primera sesión del sábado un chico con mucha prudencia, observó: 'está muy bien pero es como si pasaran cosas del principio pero al final'. Después de la mofa, la constatación y luego la incredulidad. Porque hubo críticos el mismo viernes. Hay para una película. Si han llegado hasta aquí supongo que se pregunten por 'La Película', y que me exijan brevedad y concreción evitando la inoportuna enumeración de masterpices (sic) – Garci, Cuenca, Torres-Dulce, Herrero – siempre tan polémica. Hay dos, españolas, y no les va a sorprender: La vida que te espera, de Gutiérrez Aragón, en enero del cero-cuatro, y Azuloscurocasinegro, de Sánchez Arévalo, marzo del cero-seis.

Un genial Juan Diego interpretando a ese Gildo pasiego con su habitual mala hostia. No iría muy desencaminado si los Valles Pasiegos al completo pasaron por la sala nueve. Fines de semana de duro sometimiento del Varon Dandy sobre el Chanel N°5 del Paseo Pereda. Hasta la publicidad era distinta: sobaos, quesadas, orujo y tanques de ordeño. Después, allá por la semana santa del año del estreno, Dani, acompañado de su papá José Ramón, nos presentó su ópera prima en la sala diez ante unos ochenta asiduos. Era otro rollo, pero que luego fue creciendo hasta tres Goyas: Antonio, Quim y él. Con posterioridad (a los premios), Bolado hizo exactamente lo mismo en la Filmoteca. Para eso, Santander también es especial. De los asiduos, exceptuando a Collantes, Pelayo, Gonzalo, Macho-Quevedo y los Pacos, es decir la crítica, me acuerdo de un inglés muy educado que siempre iba con prisa y solo, y sólo pedía la fila uno para intentar descifrar la pronunciación de los actores, como si todos aquellos/as que aparecían en la lona supieran interpretar. Muy simpático el inglés. También y mucho de los coles, que durante todo el año pero en especial las semanas previas a las navidades, en sesiones matinales que había que cuadrar con la visita al marítimo, el de prehistoria o el planetario, nos visitaban de distintos pueblos de Cantabria. Del Manuel Llano de Cabuérniga o del Virgen de Valvanuz de Selaya, por ejemplo. A veces no eran más de veinte, pero para muchos de aquellos infantes fue su primera vez. De seis o siete añucos.

Y así, entre miles de historias entrecruzadas, reales o en la tela, el tiempo fue pasando hasta hoy. Vimos incendios, desalojos, atracos, inundaciones, niños perdidos, el switch-off del 11-M, amenazas de bomba de ETA, más desalojos y finalmente el COVID. Y también, por supuesto, con la llegada del cine digital el fin del leve tatatatatata patinando por la cruz de malta o el clac de la torreta del cinemascope, susurros que se filtraba a la sala por el ventano de proyección. Del 3D no hablo. Todo ello podría dar para una serie de Netflix de al menos un par de temporadas. Sin duda, los políticos de hoy lo re-tuitearían ensimismados: apelando a la resiliencia emprendedora de los primeros años, a la igualdad de oportunidades con Marta, Patricia, Ana o Mati en la gerencia o a la creación de puestos de trabajo fundamentales, para que los jóvenes que pasaron por aquí pudieran responsablemente compaginar sus estudios durante un tiempo. Supongo que también ensalzarían y titularían orgullosos cierta labor social, no subvencionada y compatible con el business: centros rurales agrupados y colegios donde el acceso a las salas de cine era complicado, innumerables versiones originales, cintas españolas, más otras tantas europeas de circuitos no comerciales que se incluían en cartelera, o el boom del cine argentino de entre-milenios, sin ir más lejos. Hubo totós y alfredos, y hasta por casualidad me libré de las llamas, aunque me quedó una considerable cremallera de torero artista de la que nunca hui. La resistencia de un artefacto de maíz reventón, como un miura gazapón, me soltó un tornillazo, que los bomberos de la capital remediaron en diez tensos minutos de hemorragia; extintores, mangueras y aspersores. Hubiera sido un digno final para esta hipotética serie de Netflix: Cinema in fiamme. Y poco más, Begin to Beguine y maestro Shaw, todo suyo.