Cuando tuve la oportunidad de visionar Últimos días en el desierto (2015), de Rodrigo García, entré en un relato que te atrapa en su contexto y, a su vez, experimenté una sensación de traslado a confines casi pictóricos a partir de una relación metamórfica entre imágenes y palabras.
Últimos días en el desierto nos permite observar a Jesús en su peregrinar por el árido paisaje y su encuentro con el Diablo y su condición de tentación, un doble personaje que, para la ocasión, interpreta, desde la grandeza de la esencia dual de la condición humana, el actor Ewan McGregor.
Las tentaciones, las dudas, el silencio, el miedo... la película se alimenta de los tonos espirituales durante las consabidas 40 jornadas de ayuno y rezo de Jesús, un lienzo con matices serenos y austeros, una lección sobre el espacio físico e individual como invitación a la reflexión.
Entre imágenes que plantean, por un lado, una sucesión de la eternidad sobre la nada y, por otro, la creencia frente a la distorsión, Últimos días en el desierto se mueve en el equilibrio, con secuencias impactantes, entre luz y oscuridad, un pergamino visual casi crepuscular de la fe.