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Crítica: "Las heridas del viento", por Paco España

Esta película es una pieza de teatro filmado, con dos personajes y fotografiada en un elegante blanco y negro. Con esta primera descripción de la película, algún lector habrá desistido de seguir leyendo, por no hablar de acudir al cine a su visionado. Pero otros, acordándose de títulos como Un Dios salvaje, La Venus de las pieles o La muerte y la doncella, de Roman Polanski; Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet y Gustavo Pérez Puig en su versión para Estudio 1; La soga, de Alfred Hitchcock; o, recientemente en España, El rey tuerto, de Marc Crehuet, y 7 años, de Roger Gual... quizás sientan curiosidad e interés por conocer esta nueva propuesta.


Las heridas del viento tiene un planteamiento no demasiado original. Un hombre joven está inventariando las pertenencias de su padre, recientemente fallecido, cuando descubre unas apasionadas cartas que un desconocido le enviaba al finado. Este hecho abre una arista desconocida de su progenitor. El comienzo es muy similar al que tenía lugar en Los puentes de Madison, de Clint Eastwood, pero el parecido acaba ahí.


La película, dirigida por el afamado dramaturgo y autor teatral Juan Carlos Rubio, nos ofrece una serie de dinámicos diálogos, no carentes en ocasiones de inteligente humor, en los que los dos personajes que pueblan las escena intentan conocerse a si mismos, a través del conocimiento de la persona fallecida recientemente. La protagonista de la obra es la inconmensurable Kiti Mánver, fascinante en su papel, con un monólogo final en primer plano, sacando lo más profundo del personaje que emocionará a cualquier persona que la presencie que no se esté esculpida en mármol o granito.


Daniel Muriel se encarga de dar una correcta réplica al personaje principal. La película no oculta ni reniega de su origen teatral. Al final de sus 75 minutos de duración, se abre el plano y vemos que el plató es realmente el escenario de un teatro. Que se trate de teatro filmado no quiere decir que le falte ritmo, al contrario, los diálogos entre los dos personajes se suceden de manera vertiginosa, las localizaciones van cambiando frecuentemente y la cámara no se caracteriza por su estatismo, hasta se permite algún plano con grúa. Una propuesta difícil de olvidar.