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Crítica: "Detroit", por Alvaro Fernández

El cine se vive siempre en presente. Puede tratar el pasado, o un posible futuro, pero siempre lo hace en tiempo presente. Kathryn Bigelow nos traslada al presente histórico de la década de los 60 en Detroit, Michigan, en pleno apogeo del conflicto racial. Nos hace testigos de la violencia y del racismo presente en la sociedad estadounidense (y que sigue sin superarse) de hace apenas 50 años. El resultado es Detroit, una brutal y opresiva película sin sentimentalismo ni ilusiones, una mirada a la realidad que no siempre deseamos ver.


Los límites entre ficción y no ficción se desdibujan con el uso de imágenes documentales que se intercalan a escenas de la película, mostrando el parecido de los decorados y de los actores a la escena real. La película es una ficción que sabe a real, y eso provoca un aumento en el impacto emocional sobre el espectador. Sin alardes políticos o sentimentales, la directora se sitúa en una aparente neutralidad que la historia decanta hacia un lado. 

La película se compone en tres actos narrativos: la introducción, el aumento de tensión entre policía (mayoritariamente blanca) y la población negra que culmina en el encierro en el motel Algiers. El nudo, o segundo acto, es la brutal operación policial en el motel. Por último, el desenlace está compuesto por la resolución judicial del conflicto en el Algiers. 

Bigelow encierra la tensión entre las cuatro paredes de un pasillo del motel. La película se convierte en una película de terror en que un grupo de racistas policías de Detroit torturan psicológicamente a un grupo de huéspedes del motel en busca de una pistola con la que han disparado desde esta zona. Los policías se llevan a sospechosos a otras habitaciones, donde disparan al suelo y obligan al acusado a quedarse en total silencio para que los demás piensen que lo han matado y así, hacer que hablen.

Encuadres cerrados, desenfoques, cámara en mano y fotografía que enfatiza el claroscuro son algunos de los elementos que promueven la tensión en el espectador. A esto se suma que el espectador conoce más hechos que los personajes, creando una tensión entre el conocimiento del espectador y el devenir de los acontecimientos que no puede evitar. Fue Hitchcock quien explicó el suspense en términos de conocimiento de la escena:

"La diferencia entre el suspense y la sorpresa es muy simple […] Nosotros estamos hablando, acaso hay una bomba debajo de esta mesa y nuestra conversación es muy anodina, no sucede nada especial y de repente: bum, explosión. […] Examinemos ahora el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque ha visto que el anarquista la ponía. El público sabe que la bomba estallará a la una y sabe que es la una menos cuarto (hay un reloj en el decorado); la misma conversación anodina se vuelve de repente muy interesante porque el público participa en la escena. […] En el primer caso, se han ofrecido al público quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso, le hemos ofrecido quince minutos de suspense".

En Detroit somos testigos presentes de una operación policial que desenmascara el racismo y la agresividad de una parte de la sociedad hacia otra, todo bajo una tensa y cargada atmósfera que nos mantiene en vilo toda la película. Escenas propias del 'cinema verité' en la introducción van fijando el tono de la película, que se oscurece definitivamente en el motel Algiers. El tercer acto se basa en un final esperado que el espectador no quiere ver cumplido, y una explicación final de los hechos mediante títulos. 

La película de Kathryn Bigelow puede ser tomada como un puente entre la sociedad de hace 50 años y la actual. No cabe duda de que los problemas derivados del racismo siguen muy en pie hoy en día, y esta obra puede servirnos para hacer autocrítica y preguntarnos: ¿Hemos cambiado algo en este tiempo?