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Crítica: "Logan", por Pelayo López

El anunciado último zarpazo de Wolverine, Logan en su apacible y tranquila vida retirado del mundanal ruido, deja marca. Los golpes asestados con certera ejecución ambidiestra y explícitamente sangrienta profundizan en la cicatriz de un superhéroe crepuscular sometido de manera intrínseca a su propia condición auto-destructiva...


James Mangold le conduce con garras firmes y afiladas a través de la línea fronteriza, una ruta suicida en toda regla profundamente desgarradora y emocional acompañada de un ritmo espiritual interpretado al más puro estilo Johnny Cash, una antología nada superficial dedicada a los días del futuro pasado de consecuencias letales.


En esta oda apocalíptica personal y colectiva de una especie, Hugh Jackman vuelve a afeitarse un Lobezno hecho a su medida para recorrer este camino de X amarillas, entre lo natural y lo experimental, y acabar descubriendo el país de nunca jamás en compañía de la 'next generation' de mutantes de laboratorio con ADN de fábrica.


Con la compañía de un superviviente retro 'powder', los episodios distorsionadores de parálisis temporal de frecuencia 'charlesxavieriana' de amplio espectro y una pequeña Miss Sunshine putativa de laboratorio, el luchador salvaje hinca las rodillas en raíces profundas y saca brillo a sus guantes para dar la alternativa.


Logan intenta evitar su destino con una huida hacia adelante en el itinerario fílmico de Mad Max, se enfrenta cara a cara a si mismo cual Terminator frente a su propia evolución mejorada y demuestra su ternura 'frankensteiniana' como el rey de la selva cual León, el profesional. Ni medallas ni condecoraciones para el Shane caído.