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Crítica: "50 sombras más oscuras", por Pelayo López

Después de una primera parte en la que tanto el tono como la intensidad resultaban excesivamente light para las exigencias del guión, esta segunda entrega de la sombreada relación entre el multimillonario Christian Grey y la inocente ninfa Anastasia Steele nos anuncia una liberación oscurantista de la que sólo podemos rescatar, entre el caos generalizado, el reclamo necesario para regresar de las posibles expectativas y desatarse la venda de los ojos para salvarse del 'crepúsculo'.


De no hacerlo, el espectador puede dejarse llevar por el aliento en la nuca. De hacerlo, cualquier parecido con la realidad resulta una lejana emulación. Este segundo capítulo cinematográfico de la saga literaria escrita por E. L. James, más que sobre una calificación por edades para mayores de 18, se sustenta sobre el imaginario colectivo de un refuerzo romántico para una historia de amor que, para nada ni en ningún momento, se deja llevar por los bajos instintos de los que presume.


Por un lado, una dirección aséptica de perfil distante con una producción acartonada y llamativamente interiorista. El toque underground del James Foley de ¿Quién es esa chica? o la apreciable calidad de Glengarry Glen Ross se diluyen, por decir algo, en su toque Seduciendo a un extraño. Del guión y sus diálogos sonrojantes, poco que decir. Aún peor, no se profundiza en las peculiaridades traumáticas que definen los comportamientos de varios personajes y podrían trazar líneas argumentales.


Además, se limita a esbozar tres personajes adyacentes -uno de ellos se aventura para el cierre de la trilogía-, triángulo colateral de potencial innegable con una exsumisa con problemas psiquiátricos y un rival en la condición de macho alfa que se desprecia con la única pretensión de gotear una atmósfera de suspense en torno a la columna vertebral que busca el reequilibrio de la pareja formada por el 'nene' Jamie Dornan y la 'chica' Dakota Johnson. Demostrando su hacer por separado, el uno en La caza y la otra en Cegados por el sol, juntos evidencian la duda de las reacción química necesaria.


Rebasados por el visible talento de una Kim Basinger oculta tras su propia máscara, este baile del cisne resulta lamentable en la iteración de los fuegos artificiales, no los de la noche de bodas sino los furtivos a salto de cama dotados con la misma coreografía reiterada y propia de un anuncio de colonia en los que, a falta de la más mínima originalidad y creatividad, esposas-brazaletes master, barras de acción-retención, bolas chinas (que no naranjas) y pinzas para pezones (de mano) resultan lo 'más fuerte', salvo el cameo de Riddick.


Estas segundas 50 sombras, cuya única lista de hits son los que acompañan incesantemente la retahíla de secuencias videocliperas, se presentan como una historia propia de enaltecimiento de San Valentín, en la búsqueda por la estabilidad a través de la confianza y los secretos que rompan la compartimentación de la pareja, más que una sesión de San Cañentín, una sesión salida del autoetiquetado sexo pervertido en un vergonzante cuarto rojo que en nada se parece a la mazmorra carmesí que asegura ser.