Al contrario de lo que sucede con demasiada frecuencia, que se critica con vehemencia lo aciago de la elección de un título, en esta ocasión hay que aplaudir con semejante intensidad lo acertado del mismo. De hecho, en su mera sencillez, quizás también influencia de las connotaciones propias de su referencia bíblica, define a la perfección la realidad de su protagonista y, al mismo tiempo, una dualidad omnipresente a lo largo de los tiempos sobre lo divino y lo humano.
Así pues, este éxodo presenta un carácter trifásico: por un lado, personal, a través del camino de la comprensión, pasando del agnosticismo más gélido a la fe más contrastada; por otro, sentimental, con una Séfora de la que es imposible no enamorarse, que le abre su corazón y respeta su mente; y, finalmente, espiritual, pasando de segundo 'bastardo' entre faraones, con un marcado componente político, a líder profético, interlocutor entre Dios y su pueblo elegido.
Este pseudo-biopic de Moisés, que vuelve a proyectar en la gran pantalla el cine bíblico que ya nos ofreció también Darren Aronofsky con su "Noé", presenta algunas de las características del género en su época de esplendor: escenarios deslumbrantes, rivalidades personales en palacio y persecuciones colectivas en exteriores... y, todo ello, con una peregrinación intimista en el desierto y 7 plagas megalómanas de órdago.
Sin embargo, aquellos que esperan de Ridley Scott un espectáculo bélico, por otra parte la que se vende en los trailer promocionales, nada más lejos de la realidad: un combate inicial, que pone de manifiesto la rivalidad existente a todos los niveles entre los dos hermanos no de sangre; y otro al final, por llamarlo de algún modo, puesto que podría resumirse en un conato de incendio aplacado por el extintor divino.
El guión introspectivo escrito por Steve Zaillian ("La lista de Schindler"), defendido con un mérito que lidia entre lo puramente comercial y la autoría artística, retrata la compleja relación de amor-odio entre los dos hermanos, pero también el proceso libertador de los esclavos frente al faraón, un conflicto más que viene a resquebrajar las maltrechas heridas de uno y otro.
El cara a cara lo sostienen Christian Bale, quien lo mismo sirve para enfundarse una túnica sagrada que una capa de murciélago, y Joel Edgerton ("El gran Gatsby"), cuya presencia aerosoleada distrae de su destacado trabajo. Junto a las breves apariciones de John Turturro o Sigourney Weaver, Ben Kingsley, en un papel tantas veces interpretado que parece hecho a su medida, y la tribal María Valverde, cuya belleza innata eclipsa su talento ante la cámara.
Así pues, la espectacularidad cinematográfica de un contexto propicio queda limitada a la profundidad de campo. Ridley Scott decide centrar su primer plano en un relato más personal del hombre. En la intención de presentar la mayor trascendencia del camino frente a la menor relevancia del destino, el realizador de "Alien" o "Robin Hood" consigue equilibrar la balanza entre el marco histórico y la simbología bíblica sin perder un ápice de interés en su formato celuloide.