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Crítica: "12 años de esclavitud", por Pelayo López

'Esto no es pecado'. Con esta frase tan escueta como aclaratoria, en un tono contundente -cargado de una convicción más propia de la locura que de la razón-, el último propietario del protagonista de "12 años de esclavitud" trata de justificar, en un contexto de condolencia bíblica -muy presente como pretexto durante todo el metraje-, su aborrecible conducta, un comportamiento generalizado en una gran parte de unos Estados Unidos aún en la adolescencia, y por tanto en pleno crecimiento, que, sin embargo, se miraba al espejo de otra parte mucho más madura y avanzada donde los derechos del hombre gozaban ya de una garantía total.


Basada en la propia vida de Solomon Northup, un hombre libre engañado y convertido en esclavo por el color de su piel, es su alter ego, sin duda, quien sostiene sobre las espaldas de su interpretación una película tan lenta como dura. Chiwetel Ejiofor, al que hemos visto en títulos como "American Gangster" o "Hijos de los hombres", nos ofrece un recital de calidad casi en cada plano. Sin embargo, Steve McQueen, que continúa profundizando más allá de las miradas de los protagonistas de sus películas -algo que ya hizo en "Hunger" y "Shame"-, no consigue unificar su ritmo narrativo. Este handicap pueda ser debido, en cierta parte, a la saturación de actos aborrecibles y deleznables contemplados por el espectador, una circunstancia coyuntural que hace necesaria una ingesta mayor de atrocidades.


Así pues, la ralentización perceptible en los dos primeros tramos de la cinta, una lentitud propiciada en cierto modo por unos flashback y re-flashback que adolecen de necesidad alguna, despega hacia un clímax absoluto y notorio en el último tercio, sólo aletargado nuevamente por un epílogo final demasiado empalagoso para el conjunto de la propia trama. Aunque se trata de un lastre importante, algunas premisas destacables contribuyen a contrarrestrar la obvia evidencia de su mayor preocupación por la historia que por el punto de vista del espectador: la cámara se adentra en los elementos de los planos y no a la inversa, el entramado imperceptible de una banda sonora cantada dentro de la acción narrativa cual coro griego, la continuada presencia en un segundo y difuminado plano de la violencia...


Además, tres escenas claves sobresalen por encima de un resto anodino únicamente encumbrado por estos momentos álgidos puntuales: la quietud insolidaria hacia un semejante con la soga al cuello cuando la vida pende de una puntilla, la violencia de un látigo que impacta salpicando polvo, carne y sangre de una joven cuya única aspiración era mantener un ápice de decoro, y la mutación del personaje protagonista durante el cántico en el funeral de uno de sus compañeros caídos, muestra palpable y sonora de la resignada aceptación de una realidad encerrada en si misma. No obstante, el conjunto lírico dista mucho del resultado deseado.


En lo que al resto del reparto se refiere, junto al ya mencionado Chiwetel Ejiofor destaca la presencia de Paul Dano, joven actor promesa confirmada recientemente vista en "Prisioneros" que podría convertirse, gracias a su talento interpretativo y a su apariencia física, en un nuevo Gary Oldman o Liam Neeson. Como curiosidad, si hace unos días veíamos en "El consejero" un duelo interpretativo de ida entre Michael Fassbender y Brad Pitt, ahora tenemos un nuevo duelo de vuelta entre ambos.


Una vez completados ambos, esta confrontación se salva con tablas. Eso sí, Pitt en esta segunda vuelta tiene una presencia notablemente inferior, y también aparecía menos en pantalla en la primera... así que saquemos conclusiones. Por otro lado, el omnipresente Benedict Cumberbatch, quizás por el carácter moderado del esclavista que interpreta, no sobresale en exceso, aunque puede ser también que su hiératico rostro no posea más allá de uno o dos registros. Finalmente, la televisiva Sarah Paulson mete bastante miedo, botella en mano, en la línea de su "American Horror Story".


Llama la atención la mirada supuestamente objetiva del realizador, una mirada aparentemente imparcial que cristaliza en la gran pantalla con las diferentes posturas de los propietarios respecto a sus esclavos, un comportamiento acontrastado con su propios entornos de trabajadores y familia (las discrepancias con sus capataces y con su esposa respectivamente). Ante esta tesitura, el protagonista de esta épica historia de infranqueable voluntad atraviesa varios estados de ánimo, aunque siempre con un objetivo único: rebelarse y morir, agacharse y sobrevivir, adaptarse y vivir. Precisamente, la diferencia entre sobrevivir y vivir es la que lleva marcada a fuego entre ceja y ceja. Ante la desesperación continua, sólo cabe un recurso: 'No voy a caer en la desesperación, voy a mantenerme firme hasta que tenga la oportunidad de ser libre'.