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Crítica: "Django desencadenado", por Pelayo López

Con una clara referencia a Harry Callahan (y la probabilidad sobre el consumo total o parcial del tambor de su Magnum 44), Quentin Tarantino liquida sus casi tres horas de homenaje al spaghetti-western, un extenso metraje que, salvo en algunos tramos minoritarios, resulta tan entretenido como interesante y en el que, una vez más, el director tira de los recursos propios del género de turno, en este caso los zooms vertiginosos, los travellings paralelos, la tipografía de 'saloon', los rostros secundarios presentes en dicha filmografía, la banda sonora de Morricone o Bacalov... Entretenido porque los espectadores habituales del realizador encontrarán su ración de rancho con vísceras y sangre a borbotones, así como las habituales porciones de humor extravagante; interesante porque el contenido argumental resulta mucho más complejo y rico que sus 'americanadas' típicas, y la temática de la esclavitud resulta mucho más universal. En definitiva, el 'niño terrible', que por supuesto se ha reservado nuevamente un papel 'muy explosivo', parece haber alcanzado su madurez cinematográfica.
En los prolegómenos del inicio de la Guerra Civil norteamericana, un cazarrecompensas alemán compra un esclavo negro que le servirá de localizador de varios objetivos que le reportarán una sustanciosa prima económica. No obstante, una cosa llevará a la otra y entre ambos se establecerá un fuerte vínculo que hará que ambos vayan en busca de la esposa del segundo, esclava en una plantación cuyo propietario, respaldado por un atípico sirviente negro, es aficionado a las peleas de mandingos. De uno en uno: un Christoph Waltz soberbio como entrenador de esclavos y justiciero de moral refinada, un Jamie Foxx de acento analfabeto que crece exponencialmente con la evolución de su personaje hasta convertirse en el auténtico acaparador de la atención del espectador (una exhibición memorable incluso en el aspecto físico), un Leonardo Di Caprio excesivo en todos los sentidos que bien podría ser el hermano pequeño de Robert De Niro, un Samuel L. Jackson absolutamente adoctrinado y con una mayor inquina hacia los suyos que hacia los blancos, y una Kerry Washington arrebatadoramente bella y emocionalmente conductora del mayor drama del guión.
Más allá de la curiosa presencia de ciertas raíces germánicas (incluso en aspecto legendario), y del número cómico del Ku Klux Klan, lo cierto es que Tarantino reduce la esclavitud, dejando de lado cualquier otro análisis más complejo, a lo que realmente es. No se trata de blancos o negros, simplemente de ricos y pobres. Transacciones económicas. Mercantilismo pragmático. Entre las curiosidades, un Don Johnson convertido en propietario de una plantación algodonera vestido de blanco impoluto como en "Corrupción en Miami". Aunque parezca mentira, el tandem protagonista, aparte de ser también un 'café con leche', guarda varias similitudes con Sonny Crockett y Rico Tubbs. Dos hombres y un destino, la esencia de la trilogía del dólar de Sergio Leone y el título de Sergio Corbucci, que justifica igualmente el cameo de Franco Nero.
Lo reconozco, Tarantino parece haber sentado la cabeza al entregarnos esta carta blanca. Acertado el cruce de caminos evolutivo de los dos personajes centrales, invirtiendo sus polaridades según avanza la trama. O el pretencioso embaucador que cree que dará una lección y resulta que recibe su misma medicina. Los fondos reservados de la justicia más polvorienta. Planos entre barrotes, entre máscaras de hierro. O negros, en tiempo de esclavos, a caballo y ataviado cual mosquetero. Con la tensión necesaria siempre en la recámara, el punto de mira se sitúa en el proceso libertario del esclavo negro, su educación sociocultural a base de cobrarse vidas y aprender las lecciones pertinentes. Los mejores disparos, sin embargo, son los escasos y breves flashbacks, los recuerdos más duros en la esclavitud más oscura, relámpagos fugaces cuya textura y filmación sí evoca el aroma genérico. La última bala se la juega al todo o nada, una ruleta de la suerte en la que la venganza personal y la carta de libertad juegan al mismo número: yo soy ese negro entre diez mil.