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Crítica: "Blancanieves", de Pablo Berger, por Pelayo López

Con una puesta de largo marcada por un paseíllo para mayor lucimiento del traje de luces con que se presenta el diestro, mudo y en blanco y negro con el contraste de Kiko de la Riva, el respetable del tendido, vestido para la ocasión con peinetas y mantillas como fija la tradición -la religiosidad de la época no pasa desapercibida en el metraje-, aplaude y piropea los prolegomenos del festejo entre los acordes de la fanfarria que interpreta la orquesta de la plaza -la banda sonora de Alfonso de Vilallonga gana enteros cuando irrumpe la guitarra española y los pierde con unas transiciones desafortunadas-.
Una vez el toro sale de chiqueros para el cara a cara con el torero, el efecto aletargante del cine clásico, magnificado con el formato 4:3 y el recurso ominpresente de planos picados/contrapicados al ritmo 3/4 de verónicas y chicuelinas, se disipa bajo el sol de las cinco. Es entonces cuando el reto de afrontar un solo diestro los 6 toros se presenta cuesta arriba y el platillo se hace enorme. ¡Y eso que el lucido manejo de la capa consigue, pese al reduccionismo físico del coso, una imponente profundidad de campo!. Una historia conocida, con un desequilibrio narrativo entre sus partes -el exilio forzoso de la protagonista y sus avatares posteriores son resumidos en exceso cuando podían haber suscitado mayor presencia-, contribuye a la pérdida de interés por parte del espectador. Esta "Blancanieves", alias o léase 'La niña de la capea', tira de recursos propios y ajenos, tomando prestado en algunos momentos los alter-ego de "Caperucita Roja" o "Cenicienta", como en el caso de la elipsis infancia/adolescencia.
Si con el capote se siente cómodo, a la hora de cambiar el tercio y usar las banderillas empiezan a presumirse las dudas. Con la tauromaquia en su vertiente más afín al 'folklore papel cuché' en primer plano -léanse así los nombres de Antonio y Carmen-, los homenajes a maestros (la llegado al cortijo tipo "Ciudadano Kane", transiciones oculares tipo Buñuel, escenas necrológicas y peripatéticas propias de la época y de cronistas como Dalí, nocturnidades enanas al estilo "La parada de los monstruos"...), se alternan con la falta de puntería para acertar en su envite (en el cine mudo los intertítulos no repetían palabra por palabra el dictado de los intérpretes...). 
Cuando la faena se acerca al final, y por tanto llega el momento de torear con la muleta y entrar a matar, los presentimientos del tercio previo quedan en el aire. Una vez más, el protagonista cede su titularidad al subalterno. La madrastra se hace con el puesto de su hija putativa y ofrece los mejores pases de la tarde (la relación de dominación/sumisión con su chofer-amante, su ansia sádica devorando alitas de gallo, su momento Cruella de Vil purito en mano...). No obstante, entre abundantes dosis de (in)consciente simbología -como el propio gallo 'intermitente', la ropa que entra limpia y sale negra, o la típica manzana-, el respetable presente opta por sacar el pañuelo blanco y pedir al juez de plaza el indulto final (¿mensaje antitaurino pese a las críticas por brutalidad animal?). La petición concedida devuelve al morlaco a su chiquero e intensifica la ovación popular para la valentía del torero (Pablo Berger) y su cuadrilla (Macarena García, Maribel Verdú, Sofía Oria, Daniel Giménez Cacho, Ángela Molina, Pere Ponce, Josep María Pou, Inma Cuesta, Ramón Barea, Emilio Gavira...), aplauso prolongado ¿sin 'The end'?. La inmortalidad de una lágrima.