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Crítica: "El castor", de Jodie Foster, por Pelayo López

Hace más bien poco tiempo, alguien me recordó que, tras la amigable e inocente apariencia de las ardillas, estos animalillos, supuestamente divertidos y cariñosos, esconden un carácter ciertamente irascible y agresivo. La actriz y directora Jodie Foster, que vuelve a ejercer labores a ambos lados de la cámara -precisamente ella es quien menos aporta interpretativamente a la historia-, reincide en este punto para ofrecernos un acercamiento muy cinematográfico a las terapias de choque en casos extremos como el del protagonista de este drama en toda regla, un personaje interpretado por un Mel Gibson en plenitud de facultades a quien, quizás, la película le sirvió también a nivel personal. El australiano vuelve a la gran pantalla en plena forma, en la línea del Jack Nicholson de “Mejor... imposible”, destacando especialmente en los “face to face” con el castor en cuestión.

A su alredededor: Anton Yelchin, el hijo adolescente que cree que también padecerá los males de su padre, un perfil muy similar al de Hayden Christensen en “La casa de mi vida” -le hemos visto en la última entrega de “Terminator”-, y atraído, al mismo tiempo, por la guapa e inteligente Jennifer Lawrence, la joven protagonista nominada al Oscar por "Winter´s bone", quien, de momento, parece saber seguir seleccionando papeles que le permitan demostrar que estamos ante una de las jóvenes estrellas de Hollywood con un futuro más prometedor. Por tanto, acierto absoluto de la Foster en un reparto que logra trasmitir, por momentos, sensaciones familiares muy cercanas a cualquier espectador. Si el personaje que se ha reservado la propia directora es diseñadora de montañas rusas, lo cierto es que la historia, en intensidad e interés, no sufre ningún altibajo similar, aunque sí lo hace el personaje principal, a quien seguimos con una voz en off que 'retrata' la inestabilidad de sus diferentes estadios emocionales. Esta circunstancia, además, queda especialmente remarcada por una cuidada composición musical que nos permite ‘naufragar’ y ‘resucitar’ como lo hace el propio Gibson encarnando su rol.

En el apartado técnico, Jodie Foster no peca de estridencias y, con un estilo de corte clásico eficaz en una historia así, intensifica las luces y las sombras de un grafiti que da artística rienda suelta a las penurias interiores de un ser humano en una continua quebrantable existencia. Por mucho que el protagonista sea director de una fábrica de juguetes, la película en cuestión no es ningún juego, hasta el punto de encontrarnos de bruces, casi de manera repentina, con una escena realmente dura que marca el camino de la liberación respecto a una terapia que ha acabado convirtiéndose en la propia enfermedad. Si bien la película va madurando conforme avanza el metraje en todos los sentidos, lo cierto es que el único pero que se le puede poner es la dosis excesiva de jarabe edulcorado con el que se nos relata un final típico ‘made in Hollywood’, menos arriesgado de lo debido.