Puede ser realmente destacable el cambio social y psicológico de un personaje al que hemos visto evolucionar estos últimos diez años en la pantalla, desde aquel primer e infantil acercamiento al mundo de la magia creado por J.K. Rowling, hasta esta última entrega, parte concebida con una seriedad en su discurso que nos interna en un complejo universo adulto donde las traiciones, la hipocresía o la envidia se conjugan para narrarnos el final de una saga: todo para llevarnos a la lucha entre el Bien y el Mal. Harry Potter ya es adulto: se nos deja de un lado el colegio de magia y todo lo que tiene que ver con este lugar. El enfrentamiento con su antagonista se impone en todo momento en la narración, mientras Potter con sus amigos intentan averiguar cómo destruir a Voldemort. A éste lo que más le interesa es la búsqueda de tres reliquias: las que dan nombre al film.
Para no perder la comba, parece que la primera parte del film lleva el espíritu de las anteriores. Una historia facilona, aburrida e innecesaria, hasta que ocurre algo que rompe con la narración, ya no de esos primeros 30 minutos sino de todas las anteriores películas. A partir de aquí todo cambia: nuestro trío de protagonistas vagan por paisajes y bosques bellos e inhóspitos, que nada tienen de envidiar a la Nueva Zelanda de ‘El señor de los Anillos’. El ritmo se vuelve más lento, y, ahora, son las emociones de los personajes las que mandan en la historia. Se ahonda en una madurez que eleva los niveles de gravedad hasta un punto no conocido en la saga.
Desde luego, no es una historia para niños. Destacaría la impresionante creación animada parra narrar la historia de los tres hermanos, de lo mejor del film. Pero no puedo acabar sin comunicar mi pesar por una banda sonora que apenas se hace presente, que no comunica nada y que no ayuda en las secuencias. Posiblemente Alexandre Desplat se arrepentirá de la oportunidad perdida.