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Crítica: "Las tierras altas", de Carolina del Prado

El cine de Cantabria tiene un nuevo exponente ya en nuestra cartelera, concretamente con Valderredible como escenario principal. "Las tierras altas" es la ópera prima de Carolina del Prado y, al mismo tiempo, un recorrido por esta zona del sur de Cantabria. En este itinerario personal, muy en la línea de Mario Camus -que además apadrina la película-, destacan algunos planos paisajísticos-turísticos con destellos de brillantez fotográfica. Además, suele ser frecuente que el debút cinematográfico venga marcado por argumentos propios en demasía, algo que dilapida gran parte del atractivo para un público mayoritario. Sin embargo, no sólo de postales preciosistas vive el cine de autor, ya que esta historia intergeneracional nos muestra un retablo de personajes que esconden, todos y cada uno de ellos, algún que otro secreto.

Por momentos, la trama deriva en eslabones de la época más melodramática de Buñuel e, incluso, en otros momentos frecuenta retazos de una tv movie de sobremesa, margen en el que se puede incluir el trauma del coprotagonista masculino que, a un entender personal, acaba metido casi a calzador. Esta situación, que en principio podría ser presentada como una carencia, se convierte, al situar la historia en un pequeño pueblo, en un provechoso recurso potenciado con la utilización de los primeros planos. Si bien uno no es partidario de estas tomas, en este caso resultan muy acertadas. Precisamente, de un lado las interpretaciones del reparto y de otro las relaciones tejidas entre los distintos personajes se presentan como una de las principales bazas de la cinta, aunque no todos manifiesten igual acierto interpretativo al adolecer, las actuaciones en conjunto, aires interpretativos teatrales.

Se libran de dicha afirmación las veteranas Gracia Olayo y María Costy, sin lugar a dudas dos grandes aciertos del casting ya que además aportan la vena humorística. En este mismo apartado, la pareja protagonista, formada por Carola Baleztena y Luis Carlos de la Lombana, manifiesta un doble comportamiento. Por un lado, ni uno ni otro acaban de exprimir las posibilidades abiertas con el primer papel protagonista cinematográfico en ambos casos, una fruta en dulce que no han terminado por masticar del todo. Por otro, sin embargo, demuestran una química notoria, tanto cuando el argumento requiere cercanía como lejanía personal. En las idas y venidas de la relación entre sus personajes, ambos demuestran un talento y buen hacer que, sin embargo y tal y como hemos dicho ya antes, se queda a medio camino en otros episodios del metraje. Interesante resulta, igualmente, la fusión musical que nos acompaña en este recorrido. La mezcla de temas musicales susurrantes con melodías musicales propias de los lugares reflejados no resulta tan atinada en el tramo final, donde aires más flamencos que regionales nos hacen dudar sobre el acierto de dicha elección.

Es cierto que un cine como el nuestro, el nacido en Cantabria, no puede dejar de ser un vehículo para transmitir los valores etnográficos. Es también cierto, lo reconozco, que las pequeñas historias suelen tener más de universales que otros argumentos tejidos a base de "artificiosidad". No obstante, discrepo a la hora de afrontar los proyectos cinematográficos como microcosmos personales que los espectadores visitan casi como hábitats impropios saliendo con impresiones parecidas a las monedas de doble cara. Entre profesionales y artesanos hay una delgada línea díficil de encontrar.