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Crítica: "Mi otro yo", por Pelayo López

Aunque Isabel Coixet pretenda con su última película adentrarse en un género como el thriller psicológico, o incluso acercarse al terror íntimo más visceral, lo cierto es que su intento 'miedo, miedo no da', fundamentalmente porque su propósito inicial parece quedar absorbido por su profundidad melodramática habitual, en la que una familia feliz esconde traumas y secretos del pasado que una ecografía desvelará. Su llamada a las puertas de Hollywood con un producto 'más' comercial, en el que sus señas de identidad fílmica resultan del todo evidentes, no parece ser la mejor apuesta para conseguir su propósito. 


Como el propio título indica, una joven adolescente con una vida tranquila descubre de la noche a la mañana que convive con 'su otro yo'. La semilla germinal de esta inquietante convivencia, que la realizadora catalana intenta desviar con la presencia de una joven rival en el instituto y el caso de un asesinato mediático, sale a la luz más bien pronto que tarde, con lo que el desarrollo intermedio y el desenlace final resultan del todo previsibles, incluso anodinos. No en vano, los últimos fotogramas resultan de una espera tan liviana que proporcionan demasiado tedio. Como curiosidad, el breve metraje se hace largo, largo.


En pro de conseguir algún que otro sobresalto en la butaca del espectador, Coixet se limita a 'tirar' de mecanismos de defensa como encendido/apagado de todo tipo de luces, imágenes desenfocadas y, sobre todo, de ventanas, espejos y todo tipo de cristales agrietados que 'proyectan' una doble imagen. o desenfocar la imagen. De hecho, la supuesta psicología de la directora se esfuma literalmente entre tanta secuencia videoclipera. No obstante, su lirismo visual y su metafórico 'poetismo' quedan plasmados en algún que otro plano de árboles en Otoño, de cuervos al vuelo o de transformaciones de lágrimas oculares en volátiles globos. Me quedo con la canción principal, que con la voz de su cantante y el ritmo de la melodía transmite todo lo que la película no consigue. Además, por sacar una lanza en su favor, el montaje teatral en paralelo permite reincidir en la dualidad de la personalidad.


En este caos confuso, cada intérprete hace lo que puede: la omnipresente Sophia Turner parece intentar actualizar su imagen de época de la serie "Juego de Tronos" pero parece encorsetada en un registro similar y único; Rhys Ifans, siempre correcto y ahora ensillado, y Claire Forlani, entre dos aguas -tanto en sus ojos de cristal como en su bajo vientre-, se salvan de una quema en la que ni siquiera participa, dada su limitada presencia, un casi siempre desaprovechado Jonathan Rhys Meyers; la española Ivana Baquero demuestra una madurez física y una capacidad interpretativa mucho mayor que su rival en sus muchos menos planos, confirmando que su condición de promesa en "El laberinto del Fauno" es ya una realidad; Geraldine Chaplin vuelve una vez más a interpretar el papel de una anciana un tanto loca; y Leonor Watling le hace un favor, a una de sus realizadoras habituales, metiéndose en el papel de directora de instituto por hacer algo.