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Crítica: "The artist", de Michael Hazanavicius, por Pelayo López

Si bien parece ser que el gran atractivo de la sensación de la temporada es su homenaje al cine mudo en blanco y negro, lo cierto es que, más allá de su presencia fílmica sin color ni sonido (algo sí que hay), la película destaca por conquistar el corazón del espectador a base del romanticismo más cinematográfico posible, una historia de amor donde las palabras sobran y las miradas lo dicen todo (uno de los momentos más emotivos se produce cuando ella se arropa dentro del traje de él y se abraza para sentir el calor de un sentimiento aún no expresado), así como por, en tiempos de crisis como los que estamos viviendo, recordar, de manera optimista, que la recesión económica y los cracks bursátiles son cíclicos, plasmando en fotogramas brillantemente el de 1929. Así pues, la tragedia se masca en el ambiente.

Homenajes varios salpican, ininterrumpidamente fotograma tras fotograma, la pantalla de proyección: los tiempos en los que la meca del cine era mercantilmente hablando 'Hollywoodland', la irrupción de estudios independientes creados por las estrellas al margen de las 'majors', atributos masculinos y femeninos como el bigote y el lunar que evocan a uno de los padres de una saga de cine y a los signos distintivos de las sex-symbols, escenas completas que emulan la maestría de los grandes mitos del cine como "Ciudadano Kane" (el desayuno del protagonista con su esposo o el reencuentro con los recuerdos). Incluso, el propio realizador se homenajea a si mismo y a su franquicia 'OSS' con las películas de 'cine dentro del cine' al inicio de la película. Precisamente, la química desprendida entre Jean Dujardin y Berenice Bejo, en cualquiera de los planos que comparten -incluso en los números musicales que servían para contrarrestar la ausencia de diálogos-, es desbordante por su unión profesional previa. A su alrededor, un gran John Goodman y una desperdiciada Penelope Ann Miller.

Con el recurso de los elementos cinematográficos de la época por bandera, como el formato 4:3 o la escasez de los movimientos de cámara por la pesadez de las mismas, Michael Hazanavicius nos ha retrotraído felizmente al cine de finales de lo 20 y principios de los 30, una etapa, rebobinada con elipsis temporales acertadas en forma de carteles de las películas de ambos personajes, en la que el cine mudo comienza a desaparecer frente a las posibilidades que ofrece el cine sonoro. Esta circunstancia, metáfora sin duda del ascensor vital en muchos otros ámbitos, queda reflejada a la perfección en la escena donde los dos protagonistas se reencuentran en medio de una escalera. Ella sube y él baja, con tonos claros en la parte superior y oscuros en la inferior. Sobre los peldaños, cuestiones comunes encubiertas bajo la fama difícil de alcanzar: el equilibrio entre iguales dentro de la pareja, el orgullo del héroe caído, la candidez conservada por la estrella emergente... Pese a todo, la relación del protagonista masculino, un personaje de vena marcadamente orgullosa, con su mayordomo y su perro, que está soberbio pero que al final se hace repetitivo, es un tanto inquietante. Sin duda, un ejemplo de que, con una compañía orquestal como en tiempos pretéritos y un desarrollo narrativo que fluye por si solo sin sobresaltos, las luces de neón brillan con luz propia en blanco y negro.