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"Antes que el diablo sepa que has muerto": la guadaña del infierno...

Afortunadamente, el látigo del Doctor Jones no ha fustigado tan fuerte como parecía y ha dejado algún resquicio para que, al menos, algún que otro título interesante se cuele en nuestra cartelera. Y lo del título, a la vista salta, es una afirmación rotunda. Brillantez exquisita en ese sentido para la nueva película de Sidney Lumet, octogenario realizador que, pese a sus ochenta y tantos, vuelve a demostrar que la edad no es una tara para conservar un pulso "endiablado". No obstante, con credenciales como Serpico o Tarde de perros en su bagaje, aquí se deshace de una etiqueta habitual en su filmografía, la judicial -como por ejemplo ha conservado hasta en su anterior proyecto Declaradme culpable-, para centrarse en otro tipo de juicios morales de carácter personal y familiar con ciertos tintes de moraleja bíblica.

A priori, poco o nada tienen que ver Reservoir dogs de Quentin Tarantino y El sueño de Casandra de Woody Allen. Sin embargo, la nueva película de Lumet utiliza la misma excusa que la primera, un robo que deriva en situaciones personales tensas, y la misma historia de la segunda, dos hermanos en apuros económicos deciden dar un "golpe" al negocio familiar, para construir su propio y complejo entramado, uno de los principales lastres de la historia, aparte de su injustificada duración fruto de semejante poliedro, ya que someterse a la nueva ola de montaje a cachos, pese a que no se queda atrás en este sentido aún cuando la lejanía generacional de sus habituales precursores es inmensa, lía demasiado la trama y hace mucho más difícil de seguir el argumento. Demasiados puntos de vista y un principio que, a diferencia de lo que ocurre en otras películas elípticas, aquí no es posteriormente el final sino el inicio de la verdadera catástrofe.

Philip Seymour Hoffman, en su línea aunque ciertamente repetitivo, y Ethan Hawke, maravillosa composición a la que ayuda ese rostro de eterno adulto adolescente, son hermanos y, por distintas circunstancias, se encuentran en apuros monetarios. Aunque su relación ha sido la estrictamente necesaria, de hecho las envidias entre ellos quedarán patentes en el metraje, ambos creen encontrar la solución dando un "palo" a la joyería de sus padres. Como suele ocurrir en el cine, nada sale según lo esperado y la cosa se tuerce. Entre otras contrariedades, la madre resulta herida de muerte, el padre sumido en una obsesión por encontrar a los culpables y precisamente éstos, sus propios hijos, sacarán a relucir sus propias tensiones, máxime cuando la esposa del mayor es, al mismo tiempo, la amante del primero. Ella es Marisa Tomei, que aporta las únicas dosis humorísticas del metraje y saca a relucir sus encantos, muy temprano -¿por qué no reconocerlo?- cuando podían haberse exhibido más avanzada la historia. Limitada su presencia, desde luego, pero tampoco da para más su personaje "florero". Magistral, sin embargo, Albert Finney. Una nueva lección a cargo de un maestro. Sin muchas palabras, pero con muchos matices.

En una cinta como la presente, en la que se supone que los personajes deben evolucionar de algún modo, todos y cada uno de ellos mantienen sus principios y convicciones, los que los tienen, desde el principio y hasta el final, lo que supone una especie de huída hacia adelante -fantástica escena la de la "evasión" del personaje de Hoffman cuando acude a visitar a su camello-. Este clásico moderno, que no obra maestra -por los handicaps anteriormente mencionados-, sirve de rúbrica contractual futura para confirmar que, afortunadamente en el caso de Lumet -y esperemos que por algún tiempo más-, la guadaña del infierno ha pasado de largo.