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"El último justo": al futuro predestinado...

Lo reconozco: levanto la mano como canta Lucrecia reconociendo mi disposición para acudir a los estrenos de realizadores debutantes. Sí, siento debilidad por las óperas primas, ¿y qué?. Ya sé lo que muchos pensáis: las primeras películas de los directores de turno no ofrecen más que titubeos visuales de difícil comprensión y aglomeraciones temáticas de indescifrable celeridad. Puede que esto ocurra en un porcentaje considerable, no lo niego, pero también es cierto que para descubrir los talentos y promesas del futuro hay que hacerlo con anterioridad entre las marañas de nerviosismo evidente y genialidad por vislumbrar de un buen puñado de los directores noveles.

Manuel Carballo es el último ejemplo, y su producto, un claro telefilme –para muchos esta etiqueta ya significa denostar el conjunto-, cae lógicamente -como ha ocurrido con muchos de sus predecesores-, en numerosos tópicos que, sin embargo, alcanzan un perdón notable por la voluntad de introducirnos en un género poco frecuentado dentro de nuestra cinematografía y, menos aún, ciñéndonos al grueso de debutantes que suelen regodearse en temas mucho más personales y, posiblemente al mismo tiempo, menos cinematográficos. En Sitges, y con más pena que gloria, este thriller hispanomejicano con base filosófico-religiosa, en la que un joven descubre que es perseguido por una secta que le considera el último justo y la última pieza para la transformación de nuestro mundo en uno mejor, pasó bastante inadvertido pese a contar con un reparto interesante.

Es cierto que el elenco no logra transmitir demasiado, salvo excepciones puntuales en el desarrollo de la trama, un argumento lleno de innecesidades y giros demasiado previsibles donde el personaje central es perseguido por la secta que pretende acabar con él, otra que pretende defenderle –o no-, e incluso por la policía ya que en torno a él se suceden una serie de extraños asesinatos. El televisivo Diego Martín soporta todo el peso narrativo, y, aunque no está sobresaliente, evoluciona favorablemente. En el apartado femenino, hay que realizar una doble mención. Si bien Goya Toledo realiza un breve cameo, Ana Claudia Talancón, la misma de El crimen del Padre Amaro, comparte la persecución del protagonista. Creo no equivocarme asegurando que esta actriz, que demuestra su calidad sobre todo en dos escenas dubitativas y que en esta historia “esconde mucho más de lo que ofrece”, es la Flora Martínez mejicana. De quien desconocemos los motivos de su presencia aquí es Federico Luppi. Aunque el traje blanco le sienta bien, puede que le haya pesado más una hipotética afición por las cábalas.

Y es que los números tienen mucho que ver con la película, hasta el punto de tener que recordar que, como en el caso de El código Da Vinci –cinta con la que hay evidentes paralelismos-, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Merece la pena resaltar, eso sí, dos aspectos meritorios: por un lado, el efectismo visual de las oficinas de la secta y algunas otras atmósferas escénicas, y, por otro, los títulos de crédito iniciales, una faceta en la que nuestro cine continúa demostrando evidentes carencias aquí superadas con creces. El final, esperado desde minutos antes, recalca la sensación de muchos en relación al rol que algunos directores debutantes jugarán en unos años: al futuro predestinado no se puede escapar.