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"Los falsificadores": de borrones, cuentas nuevas...

Estar de moda no es lo mismo, como diría Alejandro Sanz, que ponerse pesados. Además, reincidir en exceso, aunque lo ofertado tenga calidad reconocible y permita ofrecernos una nueva visión sobre los acontecimientos históricos que no conviene olvidar, no parece la mejor receta posible. Estamos hablando del cine alemán, en este caso una coproducción con Austria. A pesar de haber conseguido el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, y de resultar difícil echar por tierra cualquiera de los apartados que conforman una película, Los falsificadores, por mucho talante que proporcione –ya que el mensaje no parece tan claro como en otros títulos-, para muchos no parece conseguir sin embargo, utilizando el lenguaje político actual en nuestro país, aportar el carisma suficiente como para transmitir lo que otras películas de su género han hecho.

El metraje en cuestión, equilibrado y comercial a diferencia de otras películas del género que exceden el aguante del espectador, refleja la conocida como Operación Bernhard, una misión germana planeada para producir libras y dólares y socavar las economías de sus adversarios en la II Guerra Mundial. Lo curioso de la misma no es el qué sino el cómo. Los encargados de semejante empresa no fueron otros que un grupo de judíos presos en un campo de concentración, liderados, eso sí, por Salomón Sorowitsch, uno de los mayores falsificadores de la Alemania de la época que también permaneció en cautiverio y que supo moverse entre dos aguas, la de los suyos y la de los nazis, para acabar salvando de la “quema” a más de uno y pasar, así, de criminal a héroe –la condición humana no es plana sino evolutiva-. Karl Markovics, premiado con la Espiga de plata en Valladolid, es el jefe de esta peculiar imprenta. Su rostro nos suena, al principio de la película, por haberle visto en la pequeña pantalla en Rex, un policía diferente. No obstante, su acertada, y por momentos emotiva interpretación –algunos incluso han llegado a comparar sus facciones y comportamientos con los de Humphrey Bogart-, hará que al término de la cinta le recordemos por este papel.

Amén, El hundimiento, El último tren a Auschwitz, La zona gris… son sólo algunos de los títulos recientes en torno al Holocausto judío. Sin acercarse, ni mucho menos, a La vida es bella, el austríaco Stefan Ruzowitzky, de quien únicamente conocíamos su doble entrega de Anatomía por la presencia de Franka Potente, nos ofrece un soplo de mentol con cierto dulzor, una condición que para unos supondrá casi un sacrilegio y para otros una aportación diferenciadora. En esta cinta no se ven cámaras de gas, ni vagones de tren colmados de personas deportadas. Por el contrario, si se muestran ropas de cama de cierta calidad, descansos dominicales incluso con ocio… El marco escénico prácticamente se limita a dos barracones, y ahí es donde tienen lugar las relaciones personales que marcan el desarrollo narrativo. Dentro de la enorme magnitud de la barbarie, cabe recordar que víctimas y verdugos eran hombres, y que las generalizaciones nunca son atinadas. Hay un largo y extenso campo de batalla en todas direcciones: las diferencias de criterio entre las víctimas –los colaboracionistas por supervivencia y los saboteadores por convicciones-, la “humanidad” de los verdugos –ajusticiar por expresa demanda a un enfermo terminal- y los negocios entre unos y otros –en una guerra se puede ser vencedor primero y derrotado después-.

Con una música chocante, pero para nada desacertada, a base de tangos –la cercanía con La lista de Schindler os “sonará” a más de uno-, sí que contraria ver de nuevo el recurso de ubicar al principio y al final la historia intermedia. Desde luego, el Monte Carlo relajado y de “anuncio”, en el que el protagonista descansa tras la tragedia, cansa por repetitivo e inncesario, al menos, en una de sus dos entregas. En la playa, en buena compañía y con una botella de champán, todo lo demás resulta ser nada más borrones, cuentas nuevas y recordatorios insistentes.