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"El prado de las estrellas": una partida de sueños...

Seguro que más de uno comparte conmigo la percepción cinematográfica de que, en algunos casos puntuales, hay directores, eso sí de cierta edad, cuyas películas tienen una seña de identidad propia, una condición reflejada en un aroma y un poso nostálgicos que permiten discernir claramente, incluso en la lejanía, la firma del autor en cuestión. Entre los nombres que con mayor celeridad y nitidez nos vienen a la cabeza está, por supuesto, el del director cántabro Mario Camus. Su último trabajo cinematográfico hasta la fecha ya está en cartel y, para los incrédulos, una visita a la sala de cine os permitirá disipar cualquier tipo de duda posible a este respecto.

Puede gustar más o menos, pero su cine es así. Los seguidores, por un lado, seguiréis contando con la esencia pura y dura de sus historias y ambientes. Por otro, los detractores podréis encontrar, si le dais cierto margen de confianza, algunos elementos novedosos incipientes aunque posiblemente tardíos Si recientemente hemos visto a otros veteranos realizadores de generaciones cercanas acercarse al presente en sus películas –tales son los casos de Vicente Aranda o Bigas Luna-, Camus, hemos de reconocerlo, se queda en un término medio. Claro está, el santanderino, por decisión propia o imposibilidad vital, no arriesga tanto como Luna y, a día de hoy, se aproxima mucho más a la mirada que ofrece Aranda. Decimos todo esto porque, a pesar de que su historia mezcla pasado y presente a través de un habitual reparto coral, la mayoría de integrantes del póker de personajes central difiere bastante en edad del propio realizador. Y es que la historia, con un telón de fondo escenificado en el tan vilipendiado mundo del ciclismo y una residencia de ancianos, se teje entre los sueños, la posibilidad, incluso, de alcanzar los propios del pasado en los ajenos del presente.

La película cuenta con dos nominaciones a los Goya en el apartado interpretativo, una para el “mentor” Alvaro de Luna como Mejor Actor y otra para el “joven debutante” Oscar Abad como Mejor Actor Revelación. Sin juzgar la inclusión de los mismos en ambas categorías por la imposibilidad de comparar con el resto de candidatos, sí que echamos en falta, haciendo de abogados del diablo y barriendo un poco más para casa, al menos otras dos nominaciones: la veterana Mary González a pesar de su pequeño papel, y el retrato casi pictórico de nuestra geografía de Hans Burman. En el resto del reparto figuran, igualmente, nombres como la fría Marián Aguilera o el tibio Rodolfo Sancho, el siempre solvente (indistintamente de su papel) Antonio de la Torre, Carlos Chamarro –que le pone casi todo el numeroso humor más presente en esta película que en las anteriores de la filmografía de Camus-… Todos ellos interactúan, retratando los distintos aspectos de la condición humana, en una atmósfera a medio camino entre el mundo rural y el mundo urbano. Este ambiente también nos lo ofrece por otras dos vías: en los primeros momentos de la película –con una escena de marcado tono mercantilista y globalizador en donde no se sabe si se va de los universal a lo particular o viceversa- y, posteriormente, durante el resto del metraje, en el triángulo amoroso chico-chica-chico.

Obviando mayores identicaciones localistas como pudiesen ser las del Bar Filipinas o la Collá de Carmona, la historia nos ofrece una moraleja que conviene no dejar caer en saco roto. Para los que no lo recuerden, y dejando la suerte y la providencia a un lado, la vida, principalmente, te da lo que le das. En su prado particular, amenazado también como refleja en sus fotogramas por el devorador urbanismo, Camus juega con sus cachivaches de antaño y se siente como niño con zapatos nuevos con otros, y aún tiene tiempo para jugar una partida de sueños con la especulación en la manga.