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"La criatura perfecta": transfusiones sanguíneas...

Seguramente, esta cinta, de la que hoy os hablamos, no será para muchos reseñable en ningún sentido. De hecho, después de su aletargado estreno en nuestro país –tres años hemos tenido que esperar-, unos cuantos puede que os preguntéis incluso “¿por qué se ha estrenado esta película en cines y no ha ido directamente al mercado del DVD?”. La respuesta tiene varios frentes abiertos: por un lado, la etiqueta fácilmente vendible que supone ser un producto de parte de los productores de El señor de los anillos; por otro, la calidad media de gran parte de los estrenos que rellenan nuestra cartelera semanalmente; y, finalmente, que la película guarda algún que otro as de órdago entre sus meritorias bazas.

Reconociendo, por delante, que no soy conocedor en profundidad del género fantástico y de terror –de esto último la cinta no tiene nada en absoluto-, reconozco que puede no tratarse de una nueva cinta de culto pero, al menos -y no como otras que llegan con mayor vítola-, esconde gratas sorpresas. Y no miro, en ninguna dirección, a Underworld o Van Helsing. En un mundo asolado por la gripe y en el que convivimos pacíficamente humanos y vampiros, uno de éstos ha emprendido su particular cruzada contra todo ser viviente. Una premisa tan sencilla, a priori, deriva posteriormente en todo un intrigante recorrido por los sumideros de la experimentación genética, los poderes ocultos de algunas sectas dotadas en la alquimia, las relaciones Iglesia/Estado… Puede que el ritmo de la historia, pese a tratarse de una cinta en la que se presupone la acción, esté excesivamente ralentizado, aunque su ajustada duración logra, en cierto modo, alejarnos de esa sensación. Al mismo tiempo, cuando se entiende que en una película sobre vampiros la sangre debe ser protagonista en pantalla, apenas unas dosis reguladas, y sin ningún acompañamiento visceral simultáneo, es lo que nos encontramos en la butaca. Para contrarrestar ambos handicaps, el director, Glenn Standring -a quien no tenemos el gusto de conocer-, utiliza recursos Wachowski y un montaje con algunos planos de merecido reconocimiento con los que apunta, al menos, prometedoras muestras de talento.

En lo que a los protagonistas se refiere, reconozco que Saffron Burrows, una debilidad personal, ha vivido tiempos mejores, por ejemplo en Klimt. Mientras, Dougray Scott, que coincide en salas con su otro papel en Hitman, hace lo que puede con su alzacuello religioso, destacando los estiramientos característicos de su personaje cual pujil a punto de subirse al cuadrilátero. El tercero en discordia, Leo Gregory, desaprovecha una fruta en almíbar con la que podía haber seguido la estela, reflejada en un par de escenas incluso y por supuesto que con las diferencias obvias, de Anthony Hopkins como Hannibal Lecter.

Con un reparto sin emoción alguna –como hemos visto tanto por incapacidad interpretativa en unos casos como por exigencias del guión en otros-, el pilar básico, que no está lógicamente en Nosferatu, lo encontramos en su ambientación, desde el vestuario hasta los decorados. En primer plano, un vestuario con tejido y pliegue propio que recuerda a la imagen personal e intransferible de Blade, no por parecido sino por iniciativa. Al fondo, una arquitectura pseudogótica, sobre el entramado urbano de la fundamental Dark City, que parece más un dibujo a mano alzada sellada por los japoneses que una firma digital occidental y que, cara a cara, incluso nos permite tocar por momentos la neblina de celuloide. Parece el argumento, fijándonos en este thriller policiaco más que cinta de vampiros, una excusa ramplona para el espectáculo visual ofrecido. Por todo ello, es totalmente recomendable que el director se tome, como ocurre con sus protagonistas y en consonancia con la filosofía Jagger ante las secuelas que vendrán tras su final abierto, unas transfusiones sanguíneas a golpe de mordisco.