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"La torre de Suso": con un vaso de cenizas...

Casos como el presente no suelen quedársenos mucho más lejos de la salida del cine –tampoco creo que sea su pretensión-, pero, al menos, y seguramente se convertirá en unos de esos ecos que se transmiten de boca en boca, saldremos con la sensación de haber pasado un buen rato sentados en nuestra butaca. Esta tragicomedia, con decorado asturiano postminero, tiene como característica principal una que puede jugar tanto a favor como en contra: el tratamiento de temas cotidianos y afines a la mayoría de espectadores. Esta circunstancia, por un lado, facilita la simbiosis con los que podemos tener experiencias más o menos cercanas hasta el punto de sentirnos identificados, mientras que, por otro, disgrega la posible comunión de quienes no encuentran un punto de anclaje con la historia o los personajes. Esta especie de Los lunes al sol, ahora en la cuenca minera y no en los astilleros gallegos, deja la moraleja de que lo importante no es el destino sino el camino.

Este camino es el que emprende, a la muerte de un amigo –Suso-, el resto de su pandilla de juventud, liderada por el antes ángel caído y ahora hijo pródigo –Cundo-. En ese momento, cuando cada uno tiene ya organizada su propia vida, comprobarán todos ellos, paso a paso –entre reencuentros, recuerdos, desavenencias y enfrentamientos-, la posibilidad de que el único que tenía claro lo que quería era el difunto. Su deseo, el último, consistía en levantar una torre para poder ampliar las miras y descubrir el horizonte, claramente y sin impedimentos, desde arriba. ¡Toda una metáfora encerrada en una partida de parchis!. Lo de borracha y dinamitera, a tenor del comportamiento exhibido por los protagonistas –tanto sobrios como ebrios-, no sólo se queda aquí en el estribillo.

Unos diálogos frescos y ágiles marcan las conversaciones de unos personajes con tendencias televisivas pero desbordados en un escenario cinematográfico que acaba quedándose a medio camino entre un formato y otro: no hay decorados como en la pequeña pantalla, pero tampoco demasiados planos abiertos; no hay risas enlatadas –o de estudio-, sino altibajos emocionales inducidos por los momentos de tristeza rutinaria y los chistes encajados con pericia. Tanto unos como otros pueden suscribirse vía frases reiterativas: los primeros con “¿te metes algo?” y los segundos con “¿engordaste, eh?”. Lo que no acabo de situar es el uso de algunos excesos sentimentales, como el abrazo que recibe el protagonista de un sudamericano -¡lágrima fácil a la vista!-, o el “realismo mágico” manifestado a través de la voz en off del ya ausente. Y eso sin mencionar la rivalidad futbolística asturiana. ¡Lástima que se enarbolen los colores del Sporting y que no aparezcan por ningún sitio los del Oviedo!. ¡También es comprensible! –si los gijoneses están en segunda, del Oviedo ya hemos perdido incluso el rastro-.

Relleno de crisis de edad, depresiones económicas, ansiedades sentimentales, y juergas a toda pastilla, este panfleto generacional lo firma un exguionista, metido a director, salido del escenario que refleja. Tom Fernández escribía los diálogos de 7 vidas, algo que, por la información ofrecida hasta ahora, ya puede haberse intuido, pero que se confirma a las claras cuando mencionamos el reparto. Dos de sus correligionarios, Javier Cámara y Gonzalo de Castro, le ayudan en este menester. Y, junto a ellos, más nombres eminentemente televisivos: Malena AlterioAquí no hay quien viva-, César VeaCompañeros-, Fanny GautierGénesis (en la mente del asesino)- y Emilio Gutiérrez CabaCírculo rojo-. Todos ellos se comportan, en una onda similar a sus papeles en la pequeña pantalla. A quien creo le costará alcanzar el nivel de Malas temporadas es al excura. No obstante, y quizás porque se trata del personaje más dramático –a pesar de sus “cómicas” idas y venidas con el pote al jardín-, la sorpresa agradable la pone Mariana Cordero, la sufridora madre del retornado hijo. No teníamos el gusto de conocerla, pero esperemos verla pronto de nuevo para confirmar esta sensación. El final feliz pone la guinda a esta pequeña gran construcción en la que queda demostrado que la predisposición es tan importante como los materiales: con un vaso de cenizas se levanta un castillete.