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"El sueño de Casandra": el sentido común...

Definitivamente, el Woody Allen actual no se parece nada al Woody Allen de hace apenas un lustro. No sé si nos habrán dado el cambiazo en el diván de alguna de sus sesiones terapéuticas con los “profesionales” de la mente, o si, tras su paso por los cada vez más mediáticos Premios Príncipe de Asturias, ese mismo espíritu, o estrategia, ha impregnado sus lentes. Y eso que el argumento principal vuelve a ser, como en otros muchos casos de su filmografía, el debate moral con uno mismo y con los demás. Para quien haya seguido al neoyorquino desde sus inicios, cuando le perseguía la fama de personal e intransferible, la idea básica de su última incursión, claro está sin el mismo resultado de calidad, retoma lo tratado antaño en las calificadas como “mayores” Delitos y faltas o Misterioso asesinato en Manhattan. Para quien haya (re)descubierto al neoyorquino en su etapa más reciente y comercial –y por cierto más cinematográfica y menos teatral para mi gusto-, léase Match Point o Scoop, comprobará que sigue obsesionado con el mismo tema, aunque aquí le da una vuelta de tuerca más al poner en escena el remordimiento de la figura del asesino, algo que no ocurría en sus dos anteriores trabajos.

La historia es, eso sí, un brillante entramado metafórico. Dos hermanos, uno con aires de grandeza y el otro enfrascado en el juego y las apuestas, acaban de adquirir el barco de sus sueños. El sueño de Casandra, al que así bautizan, supondrá para ambos, sin embargo, la deriva total. Como única alternativa a sus problemas económicos, tanto el uno como el otro deciden acudir a su exitoso tío, desconociendo por completo que esa ayuda se convertirá en una mano al cuello. La pareja está interpretada por Ewan McGregor y Colin Farell, y lo cierto es que, alejándose de las superproducciones, los dos podrían pasar perfectamente por familiares directos. De Ewan, gracias a su paso por el cine independiente británico, ya se conocen sus cualidades, pero para Colin puede ser un punto de inflexión bastante interesante, pese a que en títulos como Última llamada ya dejó su buen hacer en el celuloide. Destacable resulta el intercambio de personalidades entre ambos personajes en el momento de la verdad, pasándose el pulcro al bando del delito y el presunto delincuente manteniendo una traumática depresión. Si bien uno de los dos está siempre en pantalla, cuando no son los dos, lo más destacado de este reparto coral lo representan el resto de actores y actrices. Salvo el veterano Tom Wilkinson, intérprete de talla inmensa aún en la cartelera en El último beso, el resto de nombres son desconocidos pero acertados en cuanto a su elección para el perfil de los personajes. Curiosa y llamativa resulta la ausencia de su nueva musa, Scarlett Johansson –suponemos que por la apretada agenda de la actriz-, a quien ha sustituido dignamente la actriz haciendo de actriz Hayley Atwell, e incluso del propio director.

Aunque la cinta no es larga, sentado en la butaca se hace interminable y podría haber sido mucho más corta, sobre todo porque la presentación de los personajes y la historia se estira demasiado, consumiendo mucho e innecesario metraje que podría haberse minimizado considerablemente con un montaje menos lineal del que suele ser marca de la casa. ¡Puestos a innovar, Woody!. Para colmo, uno de los elementos más característicos de su cine, el humor -un aspecto mucho más variado en repertorio en sus títulos menos longevos-, desaparece aquí por completo, salvo alguna muy leve pincelada, para centrarse en un complejo drama erigido sobre un debate a varias bandas en torno a lo que es, puede o debe ser. Y puede que sea en este punto donde la película hace agua. Los aires londinenses da la sensación de que le han ofrecido ya todo lo que podían darle –esperemos que Barcelona suponga una nueva brisa de aire fresco-, y es que, continuamente, California, icono del sueño americano, está presente durante todo el metraje. La embarcación, que usada a modo de excusa “hitchconiana” no aparece casi más que en la primera y en la última secuencia, es también otro modo de representar esa aspiración. Todo parece girar en torno al sueño americano, que puede que no lo sea tanto. A reseñar, fundamentalmente, 2 momentos concretos: una fabulosa escena al más puro estilo Don Vito Corleone bajo unos árboles en un día lluvioso, y el final brusco pero conciso –algo que se agradece en un cine actual que tiende a suceder en una misma película varios finales consecutivos-.

Parece que el neoyorquino, en el momento de la escritura del guión y el posterior rodaje de este título, se encontraba en plena lucha interior por dirimir cual de sus personalidades permanecía a flote, 2 personalidades representadas como “alter ego” metafórico en cada uno de los dos hermanos. Esperemos que lo que ha rodado en Barcelona ofrezca un mejor resultado, aunque… Someterse a ciertos cánones no quiere decir sucumbir artísticamente, y, en la actualidad, Woody Allen parece haberse dado cuenta de que es prioritario el sentido común ante los impulsos humanos.