Bruce Willis, con menos pelo aún que en las entregas precedentes y añorando las dosis de adrenalina tras sus paseos por Seduciendo a un extraño o El caso Slevin, saca a relucir de nuevo sus ya habituales métodos expeditivos y, por supuesto, su seña de identidad más personal. El humor propio del Detective McClane, ataviado para la ocasión con su reconocible camiseta, vuelve con su mezcla, a partes iguales, entre la socarronería más mordaz y la autocomplacencia más egocéntrica. Aún cuando la muerte parece exhalar el aliento sobre su calva, nuestro “agente” siempre tiene tiempo para proferir algún comentario ingenioso. Su figura presenta el mismo semblante que la música que escucha. John McClane es la Creedence Clearwater Revival: ¿un reloj de cuerda en plena era digital?. En absoluto. Actor y personaje conservan el carisma de antaño. Heridas y cicatrices no impiden que este saco de arena se levante las veces que sean necesarias. Esa es su premisa: caerse, levantarse y gritar “yipi ka jey”.
Ofrece la cara para que le golpee Timothy Olyphant, quien roza el aprobado meritorio y es capaz de responder física y verbalmente a nuestro protagonista. El actor, cuyos trabajos anteriores se quedan a años luz de lo que le reportará su próxima aparición en la esperada Hitman, es un enemigo de la generación “4.0”, un terrorista cibernauta sediento de venganza y dinero que para conseguir ambos fines intenta provocar la teoría conocida como “caos total”. Otros, como Alan Rickman o Jeremy Irons, ya acumulaban a sus espaldas un bagaje que reflotaba su valoración. En este caso, además, ha contado con la sensual colaboración de un escotado florero exótico: Maggie Q -belleza similar a la de Gong Li que tendrá que demostrar su talento en otros títulos en los que se lo permitan-. Como McClane es un animal del pasado, digitalmente hablando, le ayuda en tan complicada tarea el “hacker” Justin Long. Ya sé que no tendrá el gancho mediático de Shia Labeouf, el joven protagonista de Transformers, pero el perseguido en Jeepers Creepers no desmerece ante Willis y se mimetiza tanto que acaba adquiriendo sus mismos hábitos. A destacar, igualmente, la aparición del “silencioso estelar” Kevin Smith, director independiente donde los haya que suponemos financia sus proyectos con apariciones como ésta que no hacen otra cosa que incrementar su cuenta corriente. Y completa el elenco, y la estirpe McClane, su hija, la “cheerleader” de Death Proof, Mary Elizabeth Winstead. Escasa aparición en un par de secuencias, eso sí la primera y la última, para un papel que deja entrever sus bemoles: ¿será ella la protagonista de La jungla 5.0?.
Es el tema familiar, precisamente, uno de los grandes lastres de la película. Pese a la excesiva duración –ni siquiera la desorbitada acción nos la hace amena-, la relación paterno-filial se aborda de un modo absolutamente fugaz. En la primera escena nos la presentan y en la última nos la despiden. ¡Nada más!. Len Wiseman, responsable de la saga Underworld, toma los mandos en esta ocasión para aportar, sobre todo, un elemento positivo y otro negativo. Por un lado, su uso de la cámara propicia una nueva escenografía más dinámica e interactiva, más propia de cintas como la protagonizada por Kate Beckinsale. Por otro, la proliferación masificada de escenas totalmente increíbles que acaban con McClane convertido de héroe de a pie en superhéroe al que sólo le falta una máscara o una capa. John McClane no es John Rambo en Rambo III o “Arnie” en Mentiras arriesgadas. Lo del F35 es completamente desternillante. Recomendamos un regreso al hábitat natural del personaje, los espacios más o menos claustrofóbicos, léase una torre empresarial o un aeropuerto. McClane ahí supera, incluso, a compañeros de clase como McGyver o Jack Bauer, y, si no lo creéis, ojo a la secuencia brutal en el apartamento del pirata informático. Si quiere prosperar, este realizador debería apuntarse en su PDA que, también, pasarse de cuerda estropea el reloj.