La vivienda es uno de lo problemas más acuciantes de nuestra sociedad, y no sólo para nosotros los jóvenes sino para todos y cada uno de los segmentos de la pirámide poblacional. Así que, si alguien te ofrece un alquiler, aunque sea compartido, por 40 €/mes, supongo que la respuesta afirmativa será inmediata.
Curiosamente, la excusa argumental de esta comedia negra pronto sufre una transformación radical debido a la letra pequeña de toda fórmula contractual, y acaba derivando hacia un tono surrealista en el que, a pesar de no tener elementos apenas novedosos, consigue en su conjunto ofrecernos un producto recomendable lejos de la típica cinta veraniega, tanto nacional como extranjera.
El protagonista de esta historia se encuentra ya en la frontera entre los 30 y los 40, y la vida le da un duro golpe, del cual por cierto ninguno estamos a salvo. De la noche a la mañana, su próspero negocio se hunde y, como consecuencia directa e ineludible, el resto de su vida también. Sin casa ni trabajo, la única solución parece encontrarla en un programa social. Su escapatoria será compartir, por el módico precio ya mencionado, alojamiento con un anciano. Hasta aquí todo parece sonreírle, pero de ahora en adelante los que nos vamos a reír somos nosotros. Y esto sí que puede dejarnos ciertamente contrariados, como ya nos ocurría por ejemplo en Cándida, porque la risa se produce a pesar de ser sabedores de los numerosos dramas de similar índole que podemos encontrarnos tras muchas puertas.
La cinta del afortunadamente reaparecido Santiago Lorenzo, podemos ubicarla en un espectro amplio, porque, si tenemos que compararla con American Pie o sucedáneos como Café solo o con ellas, incluso podría llegar a parecernos, eso sí exagerando un poco bastante, cercana al estilo Woody Allen. De hecho, algún que otro elemento las emparentaría, como el grupo de “sin techo” que guarda cierto parecido a los antaño habituales en el cine de Allen “coros griegos”. Con quien también hay ciertos paralelismos es con el cine de Kevin Smith, en este caso a través de su particular pastelero estilo Bob “El silencioso”.
Con el acompañamiento de sus propias impresiones vía voz en off, al estilo narrativo diario de a bordo, el protagonista absoluto de la historia es Diego Martín. El joven actor, al que pronto veremos en otros registros en títulos como Mataharis o Manolete, reincide, sin embargo, en las aptitudes y actitudes más usuales de su personaje más famoso hasta la fecha, el televisivo en Aquí no hay quien viva. La sorpresiva réplica se la da Juan Antonio Quintana. El veterano actor, de lo mejor de la película, demuestra que nunca es tarde si la dicha es buena. Se trata de un caso similar al de María Galiana, así que esperemos verle más y que tenga recompensa su gran trabajo. “Momentazo” el de su giro al estilo “Superman” enfundado en una bolsa de Simago y aleccionando al “chavalín”.
En un recorrido con altibajos, el primero termina siendo tan buena persona como al principio y el segundo apuntala un sentimiento de cierta aprehensión contra la tercera edad, aunque en este caso se deba a un ingesta médica de efectos desorientadores. Les acompañan: el maestro del pequeño saltamontes –un Roberto Álamo que constata su buen hacer en un dilatada carrera como secundario de lujo y que es el director de la película dentro de la película-, el tabernero Antonio Molero –se pasa al otro lado de la barra para competir con Los Serrano aunque con el mismo rictus de siempre- y nuestra María Ruiz. A pesar de que su papel no tiene demasiada presencia temporal, y de que en lugar de naranjas para el desayuno en la cafetería podían haber puesto de fondo unos sobaos de la tierruca, nuestra joven actriz demuestra que la cuchara de cada cual la maneja uno mismo. Elegir el papel de “partenaire” no supone un paso atrás, sino la consolidación en el contraste de registros que dentro de poco la permitirá enseñarnos en la realidad el mismo camino que seguía en la ficción Ingrid Rubio en Todas las azafatas van al cielo (profesional).
Además de una radiografía del mercado inmobiliario y laboral, de la soledad de la tercera edad, del opositor…, este metraje, que por cierto no contiene temas musicales conocidos como suele ocurrir y que nos muestra una envidiable Hacienda onírica, nos deja claro que hay 3 tipos de personas: la buena gente, la mala gente, y los que saben manipular tanto a unos como a otros y se mueven como pez en el agua dentro de un “tablero de ajedrez”.
La mayoría somos de los que no pedimos mucho, así que, posiblemente, consideramos un buen día la mayoría de los que vivimos, aunque inconscientemente no nos demos cuenta. De apariencias, lleno de contrastes, si el optimismo no se deja derrotar como nos evidencia el propio director, un día puede no parecerlo, pero sí serlo.